Un abismo azul de ignorancia: conocemos mejor a Marte que al fondo del mar
El 66% del planeta es una superficie cubierta por aguas con profundidades superiores a los doscientos metros y de éstas sólo se han explorado directamente 3.823 kilómetros cuadrados, menos del 0,001% del total
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En todas las casas hay fotografías. De los hijos, de las nietas, de los padres, de las abuelas. La gente suele salir en una posición ligeramente artificial, en plena acción de alguna actividad que los define o en un momento emblemático de la vida: a punto de chutar una pelota, en la cima de una montaña o enfundados en un traje de boda. En el comedor de casa había una fotografía de mi bisabuelo Manelet junto a un tiburón martillo de tres metros. Se había enredado accidentalmente en la red de la barca en la que hacía de pescador y, cuando llegaron al puerto de Arenys, alguien inmortalizó aquella captura tan extraordinaria que incluso fue noticia en La Vanguardia. Como todo lo que se normaliza porque forma parte del fondo sobre el que se adquiere el uso de razón, quizás nunca le atribuí la importancia que tenía. Simplemente estaba allí. Formaba parte del paisaje doméstico, como los rosales y nísperos del patio, el taller de cerámica del porche o los vinilos de Creedence Clearwater Revival.
Sin establecer ninguna relación consciente, años más tarde empecé a coleccionar cintas de vídeo con documentales sobre tiburones. Y cuando me preguntaban qué quería ser de mayor respondía que quería ser uno de esos individuos que se metían en el mar en el interior de una jaula rodeada de tiburones. La primera vez que vi a uno de estos animales, sin embargo, no estaba dentro de una jaula sino en aguas abiertas, diez metros bajo la superficie. Era un ejemplar de tiburón de puntas blancas que no tendría más de un metro y medio. Vi que aparecía de la nada y se acercaba poco a poco. A pesar de mi obsesión por los tiburones, nunca imaginé cómo sería el momento de encontrarme cara a cara.
Desde el primer golo, quedé abstraído por su manera de nadar y por un lenguaje corporal que, de una manera no verbal pero contundente, declamaba que aquella forma había evolucionado a lo largo de cuatrocientos millones de años para permanecer unida inextricablemente a aquel trozo de agua salada de una contemporáneo. Mientras el tiburón se acercaba, yo seguía inmóvil, suspendido en la columna de agua. Cuando fue a pocos metros, aceleró y giró de repente para perderse de nuevo en la inmensidad del mar. No tuve ni gota de miedo, no porque sea especialmente valiente o temerario, sino porque dentro del mar la fuerza del vínculo secular entre las formas de vida y el medio líquido predomina sobre cualquier otra percepción.
Unos años más tarde, salía el sol y, desde la proa de un barco en el océano Índico, Hassan escudriñaba la superficie del agua que de tan quieta parecía mercurio. Navegábamos despacio y, sin apartar los ojos del agua, aquel maldiviano de cabellos negros y rizados hasta la cintura daba indicaciones con las manos al patrón para que cambiara el rumbo cada pocos metros. Media hora después ordenó detener el motor y nos instó a equiparnos y saltar inmediatamente al agua. Una vez dentro, a veinte metros de profundidad y sin otra referencia que el brillo ocasional de alguna escama perdida, hizo lo mismo: avanzaba, giraba ligeramente, se detenía, inspeccionaba el azul, giraba un poco más y seguía adelante, ascendía o descendía unos metros, se detenía de nuevo, ahora hacia la izquierda, ahora. Y, así, media hora después, señaló en una dirección. Pocos instantes después, apareció una sombra que se concretó en un ejemplar magnífico de tiburón martillo. Medía más de tres metros y nadaba despacio sin rumbo fijo.
Tal y como había hecho el pequeño tiburón de puntas blancas, el martillo declamaba aquella misma relación de interdependencia e incluso de identidad –"Yo soy el mar", llamaba a plena branquia– con la inmensidad líquida que le rodeaba. Sin embargo, gracias a la forma tan particular de la cabeza, que le permitía una excelente visión estereoscópica hacia delante y hacia atrás, además de una percepción altamente precisa de la profundidad, lo reivindicaba de una manera más específica y, por tanto, más majestuosa.
No saber
Aunque fue una experiencia inolvidable, no es hasta que me he puesto a teclear estas líneas a propuesta de este diario que he podido racionalizarlo –la escritura ya lo tiene, eso–. Ahora me doy cuenta de que hay cierto cierre de círculo entre la fotografía de mi bisabuelo y el encuentro con el tiburón martillo. El elemento común más evidente es el tiburón, pero no es el único. Ni lo más importante. Después de pensar un poco, veo muy claro que la evidencia abrumadora que religa aquellas dos instantáneas es la ignorancia.
Más concretamente, la ignorancia insondable que suscita la inmensidad del mar. Una ignorancia que transforma la aparición de un tiburón martillo en medio de un infinito azul en una sorpresa casi mística. Es una verdadera aparición de un poder superior al humano. Porque el agua, que parece tan vacua como el espacio, sólo a partir del tiempo y de unos elementos muy primordiales –materia, leyes de la física, evolución–, es capaz de ofrecer este imponente resultado: un tiburón. Es como si el océano entero nos estuviera diciendo: "Eso es lo que puedo hacer". Antes sólo había agua y algunas moléculas. Ahora hay esto: un tiburón. Un grumo de materia que condensa la información acumulada a lo largo de más de tres mil millones de años de combinaciones fallidas y callejones evolutivos sin salida en una forma hidrodinámica adaptada pero imperfecta –la evolución no genera perfección, hace lo que puede– y que, precisamente por eso, es misteriosa, elegante y estupenda.
La ignorancia sobre los océanos es difícil de domesticar. La investigación científica lo ha hecho, en parte, pero también lo ha hecho la experiencia de la gente que día tras día sale al mar para ganarse la vida. Me gusta pensar que las curvas del Hassan, tanto las que ordenaba sobre el barco como las que hacía bajo el agua, obedecían a un criterio que quizás no se puede explicitar en una gráfica o en una ecuación, porque está construido con unos datos que, recogidos por los sentidos y recopilados involuntariamente por todo el cuerpo a lo largo de miles y miles de más intuitivos que racionales a nuevos estímulos y que, de forma aparentemente inexplicable, generan las condiciones para que se produzca la sorpresa de encontrar un tiburón martillo en la inmensidad abisal.
Si la sorpresa de un tiburón es mayúscula, sin embargo, es porque la ignorancia que suscita el mar sólo es comparable a la que provoca el espacio exterior. Ahora bien, la proximidad del mar y hechos como desde una playa, con el agua hasta la cintura, a la distancia de un paso, el suelo se hunde hasta seiscientos metros de profundidad hacen que sea una ignorancia diferente. Es aceptable no saber mucho de un exoplaneta situado a cuatro años luz de distancia. No saber nada del mar que tienes en frente, en el que te has bañado desde pequeño, tiene un punto de absurdidad. Cuesta asumir que se conoce con mayor detalle la superficie de Marte que el fondo marino o que más personas han estado en la Luna que en el lugar más profundo del mar.
Esa ignorancia desmedida hace que el mar sea una fuente de misterio y fascinación inagotable. Ahora bien, ¿cuán grande es esta ignorancia? Según un estudio publicado recientemente en la revista Science Advances sobre los fondos marinos, el 66% de la superficie del planeta está cubierto de aguas con profundidades superiores a doscientos metros. De toda esa superficie se han observado directamente –con imágenes– 3.823 kilómetros cuadrados, menos del 0,001% del total. Esto equivale aproximadamente a la mitad de la provincia de Barcelona.
El problema de estos datos no es sólo que sean limitados, sino que están sesgados: la mayoría de las imágenes se han tomado en sólo tres países: Japón, Nueva Zelanda y Estados Unidos. Por tanto, la idea que nos hemos hecho de los fondos marinos es, seguro, incompleta, y, con mucha probabilidad, sustancialmente diferente a la realidad. Para comprender el alcance del sesgo, basta con considerar que la superficie de tierra firme en el planeta es de 148,94 millones kilómetros cuadrados. ¿Sería posible hacer una descripción de la Tierra si sólo hubiéramos visto una superficie de 1.489 kilómetros cuadrados –aproximadamente el territorio del Alt Urgell–, la mayoría de ellos en sólo tres países?
No hace falta mucho sentido común para asumir que entender la globalidad de un sistema complejo a partir de tan pocos datos es problemático. Pero todavía es más problemático que obtener más datos es extremadamente lento y complejo. Adentrarse en las profundidades es técnicamente complicado. En la década de 2010 llegó a haber 79 plataformas (vehículos submarinos) con capacidad de explorar el fondo del mar, pero cada una podía cubrir pocos kilómetros cuadrados al año. Si se llegara a las 1.000 plataformas y cada una pudiera radiografiar tres kilómetros cuadrados anuales, se tardaría más de 100.000 años en tener una imagen completa del fondo marino.
La búsqueda fría
Más allá de las dificultades técnicas, existen otros factores que históricamente han condicionado la investigación oceanográfica y que, por tanto, han fomentado ciertos tipos de conocimiento en detrimento de otros. En el libro Science on en Mission, la catedrática de historia de la ciencia de la Universidad Harvard, Naomi Oreskes, analiza cómo el interés de la Marina de Estados Unidos en la oceanografía a partir de la Segunda Guerra Mundial influyó en lo que sabemos y qué ignoramos sobre los océanos a día de hoy.
Estados Unidos ha sido la primera potencia científica del siglo XX. Más del 70% de todos los premios Nobel se concedieron a ciudadanos estadounidenses. Por tanto, el tipo de investigación que se ha hecho desde este país ha tenido una influencia directa en el conocimiento global. Con la tensión de la Guerra Fría y el auge de los submarinos como dispositivos de guerra, Estados Unidos empezó a invertir dinero en una búsqueda que tenía por objetivo optimizar la navegación submarina, la detección de naves enemigas y el uso de armas subacuáticas autopropulsadas. El océano, pues, no era más que un escenario en el que sucedía la guerra, un espacio de transporte, comunicación, detección y posibles disparos de torpedos o misiles nucleares. Esta visión hizo que se investigara sobre todo la forma del fondo marino, las corrientes o las variaciones de salinidad y temperatura. Es decir, se promovió un tipo de oceanografía que privilegiaba a la física. El estudio de la vida y las condiciones que la hacían posible quedó en un segundo plano.
El hecho de que el mar se considerase un mero espacio físico y no un reservorio de vida facilitó que proliferaran sin control la pesca de arrastre, los balleneros o los vertidos de residuos químicos, plásticos o nucleares. Este último caso es un ejemplo que ilustra perfectamente la idea que hemos tenido del mar en la mayor parte del siglo XX. Durante el Año Geofísico Internacional que se celebró de 1957 a 1958, el principal objetivo planteado por la comunidad oceanográfica fue el uso de los fondos marinos como almacenes de residuos nucleares.
Además, no se hizo con secretismo, sino con el orgullo de aportar una solución definitiva a un problema relevante para la humanidad. De hecho, Estados Unidos ya vertía residuos nucleares en el mar desde hacía diez años. Unos barcos los transportaban hasta las islas Fallaron, a cincuenta kilómetros de la costa californiana y, sencillamente, los arrojaban por la borda. Si flotaban, los cosían a tiros para que entrase agua, pesaran más y se acabaran hundiendo. Pero, claro, por los agujeros de las balas salía el plutonio, el uranio y otros materiales radiactivos. No fue hasta los años noventa cuando se puso fin a esta práctica, cuando ya se habían vertido más de 200.000 toneladas de residuos radiactivos en varios emplazamientos. Y no sólo Estados Unidos. También lo hicieron la Unión Soviética, Japón, Nueva Zelanda, Corea del Sur y muchos países europeos.
Esta dominancia de la investigación física por encima de la biológica no sólo ha propiciado una mayor degradación de los ecosistemas marinos, sino que también ha generado agujeros de conocimiento desconcertantes. En 2004 unos científicos japoneses capturaron por primera vez imágenes de un gigantesco calamar, una de las criaturas de las profundidades que más mitos y leyendas ha alimentado. Las imágenes podrían haberse captado mucho antes porque, ya en 1965, el investigador Frederick Aldrich había propuesto estudiar a este leviatán con el sumergible Alvin, que, precisamente, estaba operado por la Marina estadounidense.
Si las prioridades científicas hubieran sido diferentes, quizás habríamos sabido antes que los ojos de estas bestias, con un diámetro de hasta 27 cm, son los más grandes del reino animal y tienen la sensibilidad para detectar la débilísima fluorescencia que emite la escasa densidad de plancton que se encuentra en las profundidades el agua a toda velocidad en una maniobra de caza jamás vista pero que debe ser una de las más violentas de todas las que suceden en el planeta.
De hecho, estos ojos son el resultado de un proceso de coevolución entre presa y depredador que, como una auténtica carrera armamentista, fomenta características que maximizan el éxito tanto de una como de otra. Cuando el depredador triunfa y devora el mayor invertebrado del mundo –cosaría albergarlo en un autobús–, el sistema digestivo del cetáceo recubre el pico indigerible del cefalópodo con una sustancia que, al ser excretada, se conoce como ámbar gris y que, históricamente, se ha utilizado como sólo como no sólo más refistolados de la realeza.
Aunque, en el fondo, la ignorancia sobre el calamar gigante, una de las criaturas más fascinantes del planeta, pone de manifiesto lo que ocurre con otras muchas especies como la ballena azul, el mismo cachalote o peces que tienen un interés como fuente de alimento. Actualmente se dispone de modelos de poblaciones muy sofisticados, pero tal y como apunta Oreskes, por muy refinados que sean los modelos, si no introducimos los datos correctos no podremos saber cómo evoluciona una población y, por tanto, no sabremos si lo estamos sobreexplotando hasta que sea demasiado tarde. Y de muchas especies comerciales falta información: no se conoce el número de individuos que forma a la población, el tiempo que viven o el porcentaje de crías que sobreviven las primeras etapas de la vida.
Dióxido de ignorancia
Otro de los grandes agujeros en el conocimiento del mar está relacionado con el cambio climático. Aunque los oceanógrafos fueron de los primeros científicos en mostrar interés en el fenómeno, les costó mucho conseguir la financiación para investigarlo en profundidad. En 1953 el físico estadounidense Gilbert Plass ya advirtió de que la quema de combustibles fósiles estaba disparando los niveles de dióxido de carbono atmosférico y que esto conduciría a un proceso de calentamiento global de grado y medio cada siglo.
Enseguida, los oceanógrafos pensaron que si había más dióxido de carbono en la atmósfera, los océanos absorberían una parte. ¿Podía esa absorción mitigar el calentamiento del aire? ¿Qué efectos tendría el exceso de dióxido de carbono en las aguas marinas? Estas preguntas se formularon ya en 1958, pero no empezaron a montarse proyectos serios de investigación sobre la cuestión hasta finales de los años ochenta. ¿Qué sabríamos ahora sobre el rol de los océanos en el cambio climático si los hubiéramos empezado a estudiar de otra forma?
A día de hoy sabemos que el dióxido de carbono devuelve el agua más ácida y que, en estas condiciones, los caparazones de carbonato de calcio de muchos organismos no se desarrollan correctamente porque este material se disuelve con mayor facilidad en medios ácidos. Esto afecta tanto a las conchas y caracoles como a gran parte de los seres diminutos que forman el plancton y que representan la base de la red trófica marina. No son buenas noticias si se tiene en cuenta que más de dos mil millones de personas dependen del mar como fuente directa de alimento.
A pesar de ser la cuna de la vida, está claro que el mar no es nuestro elemento. Esto, unido a su inmensidad, hará que, probablemente, siga siendo un sitio más ignoto que conocido. Si los políticos la dejan, la ciencia seguirá avanzando y cada vez sabremos más de los océanos. Sin embargo, la forma que tiene la ciencia de avanzar es curiosa: a medida que se van respondiendo preguntas salen nuevas en una ramificación que, a veces, parece que no tenga fin y dota al proceso de una fascinación inagotable. Sea como fuere, habrá siempre un poso de ignorancia sobre el mar. Y este poso, combinado con las nuevas preguntas propiciadas por la ciencia, seguirá alimentando sorpresas como el hallazgo furtivo de un tiburón martillo en medio del inmenso azul abisal.