Cafeterías donde ir a llorar: otra forma de controlar las emociones
En la cafetería, una mujer llora sola en una mesa. Trate de disimularlo. Es silenciosa y gira la cabeza hacia la ventana para no cruzar la mirada con nadie. La delata el pañuelo de papel con el que se va secando las lágrimas. El ama se ha fijado. No se atreve a decirle nada, pero de vez en cuando hace un destello discreto desde detrás de la barra para comprobar si hay que ofrecerle ayuda.
En Japón están los crying cafés, unos establecimientos pensados para acoger a las personas que tienen ganas de llorar. Es casi como un acto programado. No lloras cuando lo sientes sino que estableces el momento de hacerlo, cuando estás en el sitio indicado. Más allá de la función estricta de un bar o una cafetería, ofrecen herramientas para gestionar el desconsuelo o, incluso, provocarlo, como si fuera una purga higiénica que debe llevarse a cabo de vez en cuando. Entre los servicios que proporcionan se encuentran películas, músicas o libros tristes y conmovedores que desencadenen el llanto. Hay sesiones guiadas y, en el colmo del esperpento, existen locales específicos donde disponen de hombres atractivos para consolar a las clientas. Esta iniciativa es ya más inquietante, porque presupone que llorar es una necesidad femenina y que el macho tiene el don mágico de curar por simple proximidad física. Estos crying cafés son percibidos como centros de bienestar. La proliferación de este tipo de negocios tiene que ver, según los expertos, con la represión emocional propia de esa cultura. Dado que la expresión pública de las emociones no está bien vista, se crean estos locales para administrarlo desde un sentido del orden prácticamente militar. Es una forma más de control de los sentimientos. Crear zonas acotadas en las que es legítimo expresar los sentimientos es interpretar las emociones como un interruptor. Si bien a simple vista pueden parecer espacios de libertad, el resultado es todo lo contrario: el llanto se convierte en una experiencia de consumo. Pagas por disponer del espacio, por el material que puedas utilizar e incluso por un supuesto tutor que te guiará en el proceso. También pagas, por cierto, por los pañuelos.
Desde nuestro punto de vista, los crying cafés parecen una anomalía social. Pero quizá sea un fenómeno que, en nuestro contexto, opera de otras formas. La emoción en nuestra sociedad no está reprimida, pero ha terminado explotada, canalizada y monetizada de otra forma, sobre todo desde una aproximación individualista. Es lo que el filósofo y ensayista Michel Lacroix ha bautizado como el culto a la emoción. Lacroix habla de la transformación de la emoción en valor supremo. Una sociedad que privilegia sentir por encima de comprender y convierte la experiencia emocional en criterio de verdad absoluta. La emoción ha ido devorando el análisis crítico. Seguramente es consecuencia de las redes sociales, donde todo lo visceral tiene más recorrido. La viralidad ha terminado normalizando esta tendencia ante el reto de captar consumidores. Realities y talent shows priorizan el drama y se presentan como oportunidades de crecimiento personal, la televisión persigue una supuesta autenticidad emocional en formatos inducidos y coreografiados, proliferan los podcasts confesionales, los influencers se exhiben berreando frente al móvil, pseudoterapeutas buscan clientes online con prédicas inflamadas, algunas empresas utilizan grandes epopeyas morales para presentar operaciones comerciales, y determinadas prácticas periodísticas dicen que se cobijan en el relato humano, pero olvidan el oficio. El melodrama vende incluso como prueba de superioridad moral: soy buena persona para que exhibo mis sentimientos.
Quizás debemos apelar a la razón para pensar la emoción. No es una forma de negarla sino de ser conscientes de qué mecanismos pueden instrumentalizarla y bajo qué intereses.