En primera persona: testigo del hambre en Gaza

Os ofrecemos dos de las entradas del diario de la escritora y traductora palestina Sondos Sabra, escritas durante el mes de julio, que ofrecen una mirada íntima y impactante de la guerra

GazaDesde hace meses, la escritora y traductora Sondos Sabra escribe un diario sobre sus vivencias personales en medio del horror de Gaza. Sabra es una escritora y traductora palestina nacida en Gaza hace veintiséis años. Es licenciada en literatura inglesa por la Universidad Islámica de la ciudad, donde tuvo por mentor al poeta Refaat Alareer, asesinado en un bombardeo de las fuerzas israelíes. Ha escrito obras como Voices of resistance: Diaries of genocide (2025) y colabora habitualmente para The New Statesman, del Reino Unido. Ha escrito también para los escenarios, incluidos el Barbican Theatre de Londres.

No soy este dolor —14 de julio de 2025—

Parece que no hay forma de escapar de esa pena crónica que lo empapa todo. A pesar mío, mi identidad como palestina de Gaza se ve reducida a nada más que una tienda y una cola para recibir ayuda. Pero en realidad todo este dolor —por mucho que persista— me sigue siendo extraño. No se me parece, ni yo me parece. No quiero ser amiga.

Quizás, si ese día no hubiera salido de casa —hacia las 10 h— no habría presenciado la escena que debía quedarme grabada en mi memoria durante tanto tiempo. Iba de camino a visitar a mi amiga Ola. La calle estaba medio cubierta de escombros, flanqueada por tiendas destrozadas y hierros retorcidos, con el olor a polvo, pesada todavía, en el aire. Justo antes de llegar a casa de Ola, oí voces que aumentaban de tono, gritos que se mezclaban, pasos precipitados. Me volví con cautela.

Un camión de ayuda humanitaria había entrado en el barrio a toda velocidad. La gente le atrapaba con una siete nada disimulada. Algunos se subían a la parte trasera, cogían el primer saco o lata que podían y lo arrojaban desde el camión. A nadie le importaba lo que había en los paquetes; no tenía ninguna importancia. La gente intentaba atrapar todo lo que echaban. Algunos sacos caían al suelo y se rasgaban, el contenido se esparcía por la calle. Todo lo que atraparan era un tesoro.

La multitud crecía deprisa. Caras tensas, cuerpos que empujaban, ves cada vez más fuertes, órdenes que atravesaban el aire:

—¡Coge esto!

—¡Recoge el saco!

—¡No lo dejes perder!

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La escena parecía una batalla real, pero el hambre era la única arma.

En medio del caos, un funeral atravesaba poco a poco la multitud. Cuatro hombres llevaban un ataúd cubierto con una bandera. La muchedumbre de gente tan sólo se abrió un instante para dejar pasar el féretro, y después volvió a la pelea detrás del camión.

Aquí, la muerte te pasa por el lado como si fuera parte del paisaje, como algo a lo que ya te has acostumbrado.

Al límite de la aglomeración, un hombre de unos sesenta años se agachaba en silencio, recogía granos de lentejas y granitos de arroz esparcidos —uno a uno— entre pies, polvo y escombros. Al principio, no le reconocí la cara. Pero cuando me acerqué, me di cuenta de que le conocía. Era el padre de mi amiga.

Pasé de largo, deprisa. No quería que me viera. No quería que supiera que le había visto de esa manera. Notaba un pesadumbre en el pecho que no podía sacarme de encima, pero seguí caminando.

El camión desapareció de la vista, pero la gente le seguía persiguiendo hasta que se les acababa el aliento. A los pocos minutos, el ruido se fue apagando. Uno a uno, todo el mundo volvía a casa. Los afortunados, con algo, cualquier cosa, para sus hijos. El resto, con las manos vacías, sólo con la decepción.

Continué hasta llegar a casa de Ola. Cuando abrió la puerta, la seguí hasta la sala de estar, sin decir nada de lo que había visto.

Momentos después, entró su padre. Llevaba una bolsa pequeña con mucho cuidado, como si fuera algo frágil. Ola se la cogió con ganas, la abrió, miró dentro y, con una expresión de pena mientras movía su contenido, dijo:

—El arroz está sobre las lentejas… y está lleno de arena y piedrecitas, Baba.

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No respondió enseguida. Se sentó a su lado y apoyó la espalda contra la pared.

Ola se dio cuenta de que había sido demasiado áspera, suavizó el tono y le sonrió con dulzura.

—No importa, gracias. Ya lo separaremos.

Vertió el contenido de la bolsa en una bandeja grande. Se levantó el polvo. Las impurezas de la comida eran bien visibles.

Me senté a su lado y dije:

—Yo me encargo de las lentejas. Tú, del arroz.

Sacamos las piedrecitas, soplamos el polvo y separamos los grandes bonos de los que estaban rotos. No hablamos demasiado. No hacían falta palabras.

Dentro de mí, los pensamientos chocaban unos con otros, pero los guardaba en silencio. Sólo miraba lo que tenía entre las manos, recogía las lentejas, una a una —como si intentara poner orden en una parte del caos que ese día había creado.

Si yo misma no hubiera vivido ese hambre, nunca habría sabido de la existencia del hambre real. Antes pensaba que el hambre era sólo una sensación efímera, una forma que tiene el cuerpo de decirte que es hora de comer. Abras la nevera, respondes a lo que te llama y ya está. Pensaba que encontrar comida en la nevera era natural. No sé en qué momento exacto el frigorífico se convirtió en una pieza decorativa: inútil, innecesaria. Pensaba que el hambre era algo que se apaciguaba con una rebanada de pan o una comida caliente hecha en pocos minutos.

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El hambre que he visto aquí, pero —la que he vivido—, no se parece a eso. El hambre real no llama sólo al estómago. Llama también a la dignidad. El hambre real ralentiza el tiempo: una hora parece un día y un día parece toda una vida de espera. El hambre real te cambia. Te remodela los pensamientos, redefine lo que basta, te reorganiza las prioridades. Te enseña aritmética en un nuevo idioma: número de panes, número de comidas. Te encoge los sueños poco a poco, no hace que renuncies, sino que devora la fuerza que necesitas para perseguirlos.

Y la respuesta más peligrosa al hambre real es acostumbrarse: desarrollar la capacidad de hacer como si nada, aceptarlo como algo normal, levantarse cada mañana sin esperar nada, sin buscar el desayuno —sólo seguir existiendo—. El hambre real se confunde con la vida, se disuelve, se convierte en parte de tu identidad, de tu carácter, de tu vocabulario cotidiano.

Pero yo no quiero tener hambre para siempre. No quiero que este hambre redefina a quien soy, no quiero que los demás me miren y piensen: "Es alguien que ha soportado el hambre".

No necesito este tipo de heroísmo.

No estoy aquí para convivir con el dolor hasta que se acostumbre a mí, ni para domesticarlo para que se vuelva amable. Lo único que intento que el dolor no se convierta en mi identidad, no decir su nombre como si fuera el mío, no regalarlo a quien me pregunte: "¿Quién eres?"

No soy "la hambrienta", no soy "la desplazada".

No es normal que la destrucción sea cotidiana ni que la pérdida se anote como hecho pasajero. Y el hambre, también, debe ser algo temporal, extraño y forastero. Ese dolor no es mi destino. Quiero que siga siendo desconocido, por mucho que dure. Quiero que siga siendo un intruso en mi corazón, por muchas veces que vuelva. Normalizar el dolor significa rendirse a la idea de que no hay alternativa a esta vida. Significa marchitarse mientras respiras. Quiere decir la muerte cuando todavía estamos vivos.

No puedo aceptar esto.

Creo que la alegría —por pequeña que sea la rendija— tiene derecho a existir, incluso en las callejuelas más estrechas de este cerco. Creo que tengo derecho a decir, con claridad y coraje: "No soy ese dolor. Esta pena no me define. Y esa miseria no debe ir ligada a la palabra Gaza para siempre. Ya es hora de que ese dolor acabe, del todo y para siempre".

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Padre querido… Antes de cocinar el último plato de lentejas -25 de julio de 2025-

Padre amado,

¿Recuerdas cuando un día me dijiste que el sol sale para todos? Mi cuerpo ya no cree en esa promesa de claridad. ¿Y tú todavía crees?

Te escribo sublevada —contra la tiranía de una bestia que me ha dejado demasiado débil para ni siquiera los trabajos más sencillos de la casa. Mi cuerpo, a media veintena, se comporta como si hubiera sufrido setenta guerras. Me despierto con un vértigo pesado que me estira hacia abajo, como si me ahogara en un vacío sin fondo. No puedo levantar un cubo de agua, ni barrer el suelo, ni aguantarme bastante rato derecha ante el fregadero. Cada gesto es un combate, cada comida aplazada es un sueño aplazado, cada instante despierto pesa con dolor de cabeza, hambre y debilidad. No sé en qué momento respirar se convirtió en un lastre, ni en qué momento el equilibrio pasó a ser un lujo, ni por qué levantarme de la cama se devolvió la primera victoria de un campo de batalla cotidiano.

Domingo, 27 de julio de 2024 – barrio de Al-Sabra, Gaza

Ghazal, la hija de diez meses de los vecinos, llora desde la madrugada… quiere leche.

Porque, querido señor, Israel ya no es sólo una fuerza ocupante –esta descripción ha quedado obsoleta, insuficiente–. Israel ha asumido el papel de divinidad administrativa suprema, el Señor de los Registros, Permisos, Autorizaciones y Denegaciones. Nos mata de hambre cuando quiere, permite sólo los productos que le complacen, decide si tienes derecho a curarte oa morir a las puertas de Coordinación. A la hora de viajar, reúne a familias o las desmenuza, en los números de la lista negra. Todo queda bajo la autoridad omnipotente. "Soy vuestro Señor Altísimo" –no hace falta que pronuncie estas palabras; las ejerce a través de la burocracia y los sellos de Seguridad, no por revelación divina–. Vivimos bajo el dominio de un dios burocrático obsesionado con fantasías de grandeza, que mide la seguridad nacional por el contenido de colesterol de nuestro queso y por la suavidad de nuestros rollos de papel de inodoro —cada uno autorizado sólo por el papeleo previamente aprobado.

¿Sabes?, padre querido, incluso antes del 7 de octubre no estábamos sólo acosados. Éramos ratas de laboratorio dentro de un experimento regido por un estado que monopoliza el aire y el agua… y decide el destino del cilantro.

Sí: el cilantro.

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En un reportaje de CBS News del 9 de junio de 2010, titulado "El bloqueo israelí de Gaza sorprende a ambos bandos", se evidenciaban las absurdidades de la política de bloqueo de Israel. El informe decía:

"Los burócratas militares que hacen cumplir el bloqueo de Israel en Gaza permiten filetes de salmón congelado, exfoliantes faciales y yogur semidesnatado en el territorio gobernado por Hamás. El cilantro y el café instantáneo son otra cosa: están prohibidos como artículos de lujo".

(CBS News, 9 de junio de 2010)

No los tanques. No los explosivos. Una hierba aromática –el cilantro– considerada una amenaza a la seguridad nacional más peligrosa que el uranio enriquecido. Mientras, Su Majestad Administrativa permite filetes de salmón y exfoliantes faciales, pero veta el café instantáneo –porque amenaza el bienestar psicológico del ocupante–. En Gaza, la vida no se medía ni por la luz ni por las comidas, sino por una lista caprichosa de lo prohibido o permitido, según el visionario de turno al ministerio de Defensa:

–Cañilla? Aprobada.

–¿Chocolate? Prohibida.

–¿Culetas de plástico? Puede coger dos.

–¿Libretas escolares? Riesgo para la seguridad –alguien podría escribir poesía de resistencia.

–¿Memelada de fresa? Amenaza estratégica.

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¿Has oído nunca hablar de un estado que clasifique los jarrones de flores como armas de guerra? ¿De un ejército que combata la salvia y el cilantro como si fueran células guerrilleras de una insurgencia flagrante?

Y entonces vino esa guerra.

Ahora, después de dos años de bombardeos y escombros incesantes, Israel nos ha puesto a régimen de lentejas -y nos ha prohibido la carne y las verduras- como si estuviéramos inscritos en un programa de nutrición obligatoria supervisado por la misma divinidad burocrática. No elegimos las comidas; nos son elegidos. Un producto es etiquetado de lujoso y prohibido, el otro está permitido como "seguro". Las lentejas están permitidas, los tomates resultan sospechosos, y el chocolate es un delito. La harina –el oro blanco– está proscrita; los panes son asediados, como si cada uno escondiera una bomba revolucionaria.

Ésta no es una hambruna accidental. Es una hambruna planificada –una guerra contra nuestros cuerpos, nuestra lucidez, nuestra capacidad de movernos–. Israel no sólo nos bombardea la casa; nos reorganiza el contenido de la nevera. Y así, seguimos "viviendo" –o simulando que vivimos– bajo un sistema de alimentación forzada, donde las tarjetas de racionamiento se expiden desde Tel-Aviv, y el paladar nacional lo dicta el ministerio de Defensa.

A Imán, la casa se le cayó encima, en el barrio de Al Zeitoun. El marido murió entre sus brazos. A ella le amputaron ambas piernas.

Créeme, padre querido,

Ya no nos indigna sólo el hambre, sino que alguien haya decidido que este grado de hambre es el que nos corresponde. El flujo infinito de vídeos de comida en los teléfonos no es un entretenimiento, es tortura visual. Bombones de chocolate, pan recién horneado, cascadas de carne… ostentando el triunfo de un mundo que no reconoce el hambre. Yo no pido una comida caliente ni un menú variado, sólo pido que las lentejas no sean la ley. Esto no es pobreza. Es hambre calculada, dictada por decreto militar, diseñada por un poder que controla incluso el apetito.

Lo que siento no es sólo hambre, es una erosión lenta, interior. No deja azules en la piel, pero devasta el alma. Esto no es vivir. Es una forma fría de muerte… sin sangre, sin ruido, sin testigos, sin titulares.

El Gran Administrador me permite bolsas de té, y en el jardín hago crecer menta, pero el azúcar está prohibido. Así que el pico amargo. Ya sabes: la seguridad es terriblemente frágil.

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Y, porque el dios administrativo no se conforma con controlar la barriga y las recetas, también se mete con las familias –decide quién puedes querer, con quien puedes casarte, con quien convives y quien puedes registrar oficialmente como hijo–. Con el pretexto de los "permisos de reunificación familiar", Israel determina quién puede existir de forma legal en Gaza o en Cisjordania, y quién queda en la sombra -ciudadanos no reconocidos en su propia tierra. Miles de familias palestinas siguen rotas porque la ocupación se niega a reconocerlas —ya sea porque un cónyuge es de Gaza y otro de Cisjordania, o porque un hijo ha nacido en el extranjero. Según Human Rights Watch, Israel congeló la "reunificación familiar" en 2000, y más tarde sólo la reanudó en un número muy limitado de casos, como "gesto político", no como derecho humano.

Incluso sobrevivir, papá, requiere el permiso de seguridad. Los pacientes de Gaza no son "evacuados", son "coordinados". Y la coordinación puede denegarse —porque todavía no nos consideran cuerpos dignos de confianza—. Miles de pacientes, incluidos niños con cáncer, problemas de corazón o insuficiencia renal, permanecen en listas infinitas de sellos y firmas que decidirán si serán tratados… o enterrados.

¿Y los estudiantes? Tienen historias aún más absurdas. Jóvenes brillantes con becas de las mejores universidades internacionales, con visados ​​y financiación aseguradas, atrapadas, porque "el paso está cerrado" o sus nombres no han sido "aprobados por seguridad". En la lógica de la suprema divinidad administrativa, el conocimiento es una amenaza, viajar es una lotería y cualquier palestino fuera de Gaza es una crisis potencial. Así, una beca se convierte en un milagro suspendido, y el acceso a un tratamiento médico, un sueño aplazado de forma indefinida, porque la soberanía no reconoce el dolor ni honra la excelencia. Sólo obedece el sello rojo del control fronterizo.

Israel ha perfeccionado el arte del control absoluto: sobre estómagos, mentes, corazones, aulas y salas de hospital.

Nos hace interpretar lo que nos resta de vida como experimento de cocina fracasado. Esto no es sólo un empleo: es un sarcástico gestor de suministros, que reparte ayuda alimentaria a los hambrientos bajo balas de goma y gas pimienta, vigilado por un soldado estadounidense obeso, al parecer destinado a proteger los sacos de harina.

Ven el tomillo como una rebelión. El cilantro como una amenaza nacional. Y el yogur como un intento subversivo de soberanía.

Padre Amado,

Si tu sombra se alarga allá de la frontera

muéstrame una salida, un pasillo, una ventana

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que los drones no puedan vigilar.

¿Hay algún sitio donde todavía… no llegue Israel?

Traducción: Melcion Mateu