Yukio Mishima, el genio literario que se hizo el harakiri
Ultranacionalista y violento, el escritor japonés se ha convertido en uno de los grandes exponentes de la literatura mundial del siglo XX
Todo iba bien en el día de la muerte de Kimitake Hiraoka. Él y su pandilla de fanáticos de la Tetonkai, la milicia paramilitar fascista que el propio Kimitake había fundado dos años atrás, habían logrado infiltrarse con éxito en el cuartel y atar de manos y pies al comandante. Vestido con el uniforme escarlata propio del ejército y engalanado con la bandana en la que se podían leer los kanjis 七生報國 [Servir el país durante siete vidas], Kimitake Hiraoka se dirigió al último escenario de su vida. Ya hacía demasiado tiempo que veía a su nación morir lentamente, deshonrada por la derrota en la Segunda Guerra Mundial y humillada después de haber aceptado el destino impuesto por Estados Unidos. Desde el balcón del cuartel general de Tokio, en el barrio de Shinjuku, desplegó un manifiesto y empezó a leer sus demandas. Su pathos estaba a punto de cumplirse. No lo que él quería, sino sobre el que había escrito tantas y tantas páginas antes de su muerte.
Kimitake Hiraoka, más conocido como Yukio Mishima, es uno de los grandes exponentes de la literatura mundial del siglo XX. Nacido en Tokio en 1925, cursó sus estudios de derecho en la Universidad de Tokio, profesión que nunca llegó a ejercer. Con su primera obra, Confesiones de una máscara, publicada cuando tenía 24 años, su carrera literaria ya había comenzado a despegar. Desde entonces, y motivado por Yasunari Kawabata –el primer escritor japonés en conseguir el premio Nobel de literatura–, Kimitake Hiraoka, entonces ya Yukio Mishima, se centró en cuerpo y alma en la literatura hasta el final de sus días.
Ningún autor ha sabido escribir de una forma tan bella sobre la estética de la muerte y la gloria marcial como Mishima. Criado entre los escombros de un Japón imperial derrotado y bajo la sombra de una ocupación extranjera, Mishima forjó su carácter a partir de esa derrota. Pero sería la lectura obsesiva del Hagakure lo que acabaría esculpiendo los contornos de una personalidad herida, fascinada por la idea de belleza efímera y destrucción: "Empecé a leer el Hagakure durante la guerra y siempre lo tuve cerca de mí o sobre mi mesa de trabajo; y si existe una obra a la que yo me haya referido constantemente, durante veinte años, releyendo un pasaje aquí y allá, sin dejar de sentirme emocionado, ésta es el Hagakure", había explicado en una entrevista un Mishima ya consolidado en el escenario literario japonés.
El Hagakure es un libro de reflexiones escritas por Yamamoto Tsunetomo a principios del siglo XVIII en el que el autor desarrolla los aprendizajes que el samurái del clan Nabeshima pretendía dejar como legado exclusivo de los miembros de su grupo, pero que rápidamente se convirtió en una suerte de código de conducta universal de todo buen samurái: "He descubierto que la vía durante la vía". tantas posibilidades de vida como de muerte, debemos escoger la muerte", remachan las primeras líneas.
Yukio Mishima, el genio literario
Ya en Confesiones de una máscara, su primera novela de carácter semiautobiográfico, Mishima pone negro sobre blanco su propia relación con la idea de morir joven, conservar la belleza y buscar una muerte heroica casi ritual. En El marino que perdió la gracia en el mar, un joven de 13 años llamado Noboru vive con su madre viuda, Fusako, que regenta una tienda de antigüedades occidentalizadas. Noboru pertenece a un grupo de adolescentes nihilistas y violentos, liderados por un chico sin nombre que desprecia la hipocresía adulta y predica una especie de retorno brutal a los valores primitivos. Un día, Fusako conoce a Ryuji Tsukazaki, un oficial de la marina mercante, y entre ambos nace una relación amorosa.
Noboru, que idealiza a Ryuji como representante de un ideal viril, heroico y oceánico, se siente traicionado cuando descubre que el marino está dispuesto a abandonar aquella existencia por una vida doméstica junto a su madre, hecho que es percibido como una traición intolerable a ese ideal. Es entonces cuando Noboru y los demás chicos deciden que deben castigarle con el único precio que puede ser pagado: la muerte.
Se podría hablar, también, deEl templo del Pabellón Dorado, un auténtico clásico de la literatura japonesa basada en el evento histórico de la quema del pabellón dorado Kinkaku-Ji; o de Muerte en una tarde de verano, uno de los relatos cortos de Mishima que se inicia con un epígrafe de Baudelaire, uno de los referentes del escritor japonés: "La muerte… nuevos afecto plus profundamente sueldos le règne pompeux del été" [La muerte... nos afecta más profundamente bajo el reinado pomposo del verano]. Pero si hay un texto de la obra de Mishima que ilustre como ningún otro la unión entre la creencia personal, la literatura y la política éste es Patriotismo. Un relato corto, inspirado por el acto del seppuku (suicidio) de un militar y su esposa, en el que el autor se imagina los últimos momentos de la pareja antes de abordar su propia muerte. Como en el Hagakure, en la que la idea es morir por el señor feudal (daimio), no hay nada más bello que dar la vida por la patria. Ni tampoco nada más funcional a los intereses del dueño.
Roland Barthes, en La muerte del autor, afirmaría que "todo lo que se escribe es autobiográfico", y Montaigne comienza sus Ensayos diciendo: "Yo soy la materia de mi libro". Ninguno de ellos sería tan fiel a su pensamiento como lo sería Mishima. Fue nominado hasta tres veces para el Nobel, pero nunca llegó a ganarle. El debate sobre si es necesario desvincular autor y obra resulta irrelevante en unos premios dominados por el cálculo político, en los que el foco recae más en el mensaje que se envía premiando a una persona que en la obra por la que se la premia. Y el mundo saliente de la Segunda Guerra Mundial no veía con buenos ojos que un artista claramente brillante pero con un ideario fascista y antiamericano pudiera ser galardonado con el Nobel. Hoy la historia quizás sería diferente.
De una manera similar con la que la obra del filósofo Martin Heidegger fue conscientemente ignorada durante décadas por la sociedad germánica debido a su vinculación con el nazismo, el destino artístico de Mishima pagaría las consecuencias de las acciones que Kimitake Hiraoka había llevado a cabo en la vida.
El día de la muerte de Kimitake Hiraoka
El día de la muerte de Kimitake Hiraoka, el 20 de noviembre de 1970, el escritor universal empezó a leer desde el balcón todas sus demandas. Primera: restaurar la soberanía del emperador japonés como jefe absoluto del estado y de las fuerzas armadas. Segunda: abolir la Constitución Pacifista de 1947. Tercera: llama al ejército a levantarse en defensa de los valores tradicionales japoneses. Cuarta: reconciliación del cuerpo, del espíritu y de la nación. Pero algo no iba bien.
En el patio, los soldados observaban la figura en el balcón. Mishima leía, pero las palabras se desvanecían, atrapadas entre la distancia y el zumbido de un helicóptero de la televisión japonesa que hacía temblar la escena desde el aire. El ruido de las hélices, ensordecedor, no dejaba volar las palabras. Los reclutas observaban el espectáculo con una mezcla de asombro y vergüenza. El pathos de Kimitake se acercaba. Su intento de golpe de estado estaba fracasando en vivo.
Mishima hacía tiempo que planeaba ese momento. Era, en cierto modo, la culminación de su obra en vida. Sin embargo, a diferencia de su prosa, su "obra política" no tenía nada original. La cultura de la muerte tiene muchas formas y siempre acaba reproduciendo las mismas lógicas. Chamanes que sacrifican vidas para honrar a los dioses. Señores feudales que dicen matar por un honor vulnerado. Políticos que envían a niños a las trincheras para salvar a la patria.
Al fracasar el golpe de estado, Mishima se retiró a una de las oficinas del cuartel y, tal y como había fantaseado tantas veces antes, procedió a abrirse el abdomen en acto de seppuku o harakiri (términos culto y vulgar, respectivamente, que designan esta forma de suicidio ritual). Masakatsu Morita, el segundo de la Tetonkai, era el encargado de decapitarle, pero la hoja de la espada se atascaba una y otra vez en la carne del escritor, hasta el punto de que tuvo que ser otro miembro del grupo quien finalizara la tarea. Ni eso salió bien.
El velo romántico que se extiende alrededor de la muerte mediante la obediencia a la autoridad produce poetas brillantes y soldados obedientes. Pero la muerte, en el mundo real, poético no tiene nada. Solo funciona bien en la ficción.