El verdadero coste de la dana

Aquí, cada otoño, hemos aprendido a pronunciar dana con una naturalidad inquietante. La depresión aislada en niveles altos ya no es un capricho meteorológico raro, sino una amenaza recurrente que inunda barrios, colapsa carreteras y paraliza la actividad. ¿Pero cuál es su coste económico real? Y, sobre todo, ¿qué podemos hacer para reducirlo?

La evidencia internacional está clara: los desastres naturales reducen la actividad económica a corto plazo y pueden dejar cicatrices duraderas. La literatura económica concluye que aunque las grandes economías desarrolladas pueden compensar parte de los daños, el impacto es negativo. En países menos diversificados o con instituciones más débiles, el impacto es aún más severo. Los estudios confirman que los choques climáticos dependen de su intensidad, pero también de su preparación y capacidad de adaptación.

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¿Cómo se traslada esto a una dana a nuestro hogar? Primero, existe un choque de oferta: empresas que cierran días o semanas, cosechas perdidas, infraestructuras clave fuera de servicio. Segundo, un choque de demanda: familias que aplazan compras, turistas que cancelan, inversiones que se posponen. Tercero, un canal financiero: pérdidas aseguradas y no aseguradas, tensiones de liquidez para pymes y un riesgo de impago por parte de familias y empresas que han visto interrumpida su actividad o ingresos. El resultado es una caída temporal de la producción y el empleo, seguida de un rebote ligado a la reconstrucción (ver reciente estudio de BBVA Research). Pero hay que desconfiar del espejismo: reconstruir no genera "crecimiento limpio"; sólo sustituye al que se ha destruido, y el bienestar perdido no se recupera.

Además, el impacto no se reparte de forma uniforme. Como recuerda el Banco Mundial (Unbreakable), un euro de daño no tiene el mismo efecto para una familia con ahorros y seguro que para una que vive al día. Los hogares más vulnerables –familias monoparentales, trabajo precario, recién llegados– sufren mucho más porque tienen menos redes y menos margen para recuperarse. Un estudio reciente de CaixaBank Research sobre la dana en la provincia de Valencia muestra que, pese a una recuperación general al año, las diferencias entre municipios y perfiles socioeconómicos persisten. Por tanto, queda claro que sin ayudas ágiles, la herida económica se ensancha y se cronifica.

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También existe un problema de incentivos. Cuando el riesgo de inundación no se refleje en el precio del suelo, en las primas de seguro o en las licencias urbanísticas, se construye donde no toca. En un clima que acelera episodios extremos, estos errores se convierten en facturas públicas recurrentes. La respuesta no es prohibir vivir en la costa o en las riberas, sino preciar bien el riesgo y planificar mejor.

La buena noticia es que invertir en resiliencia paga. La investigación en coste-beneficio indica que cada euro en prevención puede ahorrar varios en daños futuros (Wouter Botzen, Deschenes and Mark Sanders 2019). No es sólo obra pública – humedales, dunas, mantenimiento de rieras–, sino también tecnología: sistemas de alerta, protocolos de cierre escolar y laboral, seguros paramétricos que pagan automáticamente cuando la lluvia supera un umbral, y planes para que pymes y autónomos retomen la actividad rápidamente.

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Una dana no es sólo meteorología: es economía política del territorio. Nos interpela sobre cómo preciamos el riesgo, cómo repartimos los costes y cómo invertimos para reducir daños futuros. Si sólo repetimos las mismas promesas de reconstrucción, no hemos aprendido la lección. El indicador de éxito no será la velocidad de retirar barro, sino cuánto lodo no tendremos que retirar.