El peligro detrás del caso de los profesores del 1-O
La represión en el 1-O ha tenido muchas víctimas, pero algunas que no han sufrido ni la cárcel ni el exilio han pasado más desapercibidas. Entre ellas se encuentran los nueve profesores del Instituto El Palacio de San Andrés de la Barca al que se señaló y acusó de vejar a los hijos de guardias civiles en los días posteriores al referéndum. La acusación no se aguantaba y el caso quedó archivado, pero su nombre sigue manchado. Si se les busca en Google, aparecen las noticias sobre las acusaciones en su contra y una pieza deEl Mundo –que salió a portada– donde se les señalaba con nombre y apellidos, la asignatura que impartían y la fotografía de su cara. La causa judicial no fue a ninguna parte, pero las acusaciones públicas todavía están en internet, accesibles a todo el mundo con un par de clics en Google. Ahora reclaman que se borre el rastro digital de la causa archivada, que se repare el daño que se les ha hecho y que se prepare un plan para proteger a los profesores de persecuciones por lo que dicen en el aula.
La legislación europea prevé para estos casos el derecho al olvido, que también se puede aplicar a Google, pero conseguirlo no es rápido ni automático y normalmente debe analizarse caso por caso. El derecho al olvido es, a veces, controvertido, porque puede colisionar con el derecho a la información, sobre todo en el caso de personalidades públicas. Pero aquí no debería haber debate: estos profesores no son políticos en ejercicio, ni famosos, son docentes señalados por lo que dijeron en el aula cuando hacían su trabajo, tras la represión violenta del referéndum del 1 de octubre del 2017, y el sistema judicial no ha visto ningún posible delito.
El caso del señalamiento a los profesores de Sant Andreu de la Barca por el 1-O revela un debate y un peligro reales. El debate es hasta qué punto los docentes deben poder hablar de la realidad de fuera de las aulas, de lo que ocurre en el mundo, lejos o cerca de casa. Es evidente que deben poder hacerlo: su trabajo no es sólo verter contenidos útiles en el cerebro de los alumnos, es educarlos, ayudarles a formarse un criterio propio, a leer con su punto de vista la realidad que les rodea. Esto sólo puede hacerse hablando, eso sí, sin imponerles una opinión o una ideología concreta. Y el peligro es que no puedan hacerlo con libertad. Maestros y profesores deben poder hablar de lo que ocurre, también de política, para ponerla sobre la mesa. Y deben poder hacerlo sin miedo a ser represaliados por lo que dicen o por sus creencias personales.
Los docentes no son autómatas transmisores de conocimientos, son personas, y esto es, o debería ser, uno de sus principales valores. Porque también ayudan a los más jóvenes a acabar de hacerse personas. Y esto significa que pueden y deben pensar de formas diferentes sobre diferentes cuestiones, y que esto debe aprovecharse para llevar debates al aula, siempre que puedan ayudar a hacer crecer el espíritu crítico entre los más pequeños. La alternativa es una enseñanza acrítica, perder la oportunidad de hacer crecer mejor a los futuros ciudadanos.