El viaje

Islas griegas de ensueño: un destino mediterráneo

Descubrimos las islas del golfo Sarónico, las más cercanas a Atenas, llenas de encantos naturales, historia, gastronomía y rincones donde los turistas todavía no llegan

Hi ha más de mil islas en Grecia, y si contamos también los islotes podemos llegar hasta las seis mil. Son tantas que no es fácil decidir a cuál quieres ir. Si nos limitamos a las habitadas, la cifra baja a unas ciento setenta, pero siguen siendo muchas islas. En general, los turistas se conforman visitando las más conocidas (Santorini, Mikonos, Creta, Rodes, Corfú...), pero otra manera de explorarlas consiste en no tener prisa y empezar por las islas del golfo Sarónico, las más cercanas a Atenas. Este viaje inicial puede incluir la isla de Hidra, donde Leonard Cohen tenía una casa; Spetses, donde se puede seguir el rastro de la heroína Bubulina y de la novela El Mago, de John Fowles; la pequeña Poros, enganchada a la costa del Peloponeso, y Egina, una isla que dominaron los catalanes entre los años 1317 y 1451 y donde durante un tiempo se guardó la reliquia de la cabeza de San Jorge.

El escritor cretense Nikos Kazantzakis (1883-1957), autor de Zorba, el griego, escribió: “Feliz el hombre que antes de morir ha podido navegar por el Egeo. En ningún otro lugar se pasa tan serenamente de la realidad al sueño”. Es una frase que siempre me viene a la cabeza cuando navego por los mares griegos, donde tengo a menudo la sensación de que, en efecto, los sueños están más al alcance que en cualquiera otro lugar. De acuerdo que la travesía hasta Hidra es corta (unas dos horas), pero la felicidad que te invade navegando por estas aguas tiene la capacidad de transportarte en pocos minutos del puerto de El Pireo a la Grecia de la historia, los mitos y los dioses.

La isla de los capitanes... y de Leo...

El pueblo de Hidra está tan bien puesto en un anfiteatro natural llena de casas blancas que se abocan escalonadamente sobre el puerto que cuando llegas con el ferry tienes la sensación de que a la fuerza tiene que ser un lugar especial. Una vez desembarcado, cuando ves que en toda la isla están prohibidos los coches y las motos, confirmas que, en efecto, Hidra no es una isla como las otras. De acuerdo que las hileras de burros cargados con las maletas de los turistas tienen algo de impostado, pero vale la pena entrar en el museo local para descubrir que el pasado de la isla está lleno de capitanes intrépidos, héroes de la Guerra de la Independencia y osados pescadores de esponjas.

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Las maquetas de los grandes veleros, los instrumentos de navegación y el ademán desafiante de los marineros de los cuadros, guarnidos con uniforme, grandes bigotes y el pecho lleno de medallas, nos hablan de los muchos capitanes de Hidra que lucharon contra los turcos en la Guerra de la Independencia del siglo XIX, a la cual esta isla contribuyó con ciento treinta barcos.

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¡Ciento treinta barcos! Cuesta creerlo, en especial cuando ves que hoy el puerto está lleno de embarcaciones turísticas, algunas con unos palos mayores más altos que las mismas casas. Pescadores y capitanes quedan muy pocos. A la salida del museo, la luz deslumbrante del Mediterráneo y la visión de los muchos turistas que pasean por los muelles te hacen tocar con los pies en el suelo. Hidra es hoy una isla con encanto abocada casi totalmente al turismo, con calles adoquinadas, muchos gatos, enormes buganvilias que enmascaran los muros, burros que andan con resignación, turistas acalorados y un conjunto de atractivas casas pintadas mayoritariamente de blanco entre las cuales destacan las de los antiguos capitanes y armadores y las fábricas de esponjas reconvertidas en hoteles.

En 1936, el artista atenense Nikos Hadjikyriakos Ghikas restauró la gran casa familiar de Hidra, herencia de un antepasado armador, para ir a pasar los veranos. A partir de aquí, gracias a sus numerosos invitados, aquella isla de pescadores se fue transformando en un centro de artistas marcados por la bohemia. Uno de los visitantes destacados fue el norteamericano Henry Miller, que lo explica en El coloso de Marusi. En los años cincuenta se instalaron en la isla una pareja de escritores australianos, George Johnston y Charmian Clift, y otros muchos escritores de lengua inglesa, entre ellos el canadiense Leonard Cohen, que en los sesenta hacía una vida contemplativa atraído por el sol y la vida mediterránea. En Hidra, Cohen se compró la casa de un antiguo capitán, donde compuso poemas y canciones como Bird on the wire y So long, Marianne, esta última dedicada a la mujer noruega con quien vivió una historia de amor. El documental Leonard & Marianne. Words of love, del 2019, lo explica con detalle.

Cuando Leonard Cohen llegó a Hidra había tan solo cuatro cafés y un bar, y cuando quiso hacer un concierto tuvo que actuar entre los sacos y las cajas de un colmado. Hoy hay pocas casas de primera línea de mar que no tengan un bar o un restaurante con una terraza en la planta baja. Si te adentras hacia la parte alta del pueblo, sin embargo, las calles se van vaciando de turistas y llegas a lugares como la plaza sombreada que aparece en uno de los poemas de Cohen como “la taberna de Dusko”. En las paredes, las fotos antiguas recuerdan que Sophia Loren filmó Boy on a dolphin, una película del 1957 en que todavía salían pescadores de esponjas.

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Más allá del pueblo de Hidra, siguiendo el camino que bordea el mar, se llega al pequeño puerto de Kamini, donde hay una tabrna que parece que sobrevuele el mar. Allí te puedes llenar los ojos del azul del Mediterráneo mientras fijas la mirada en el islote rocoso que hay justo delante, con una ermita pintada de blanco que podría ejercer de símbolo de Grecia.

La isla de Spetses

El Gran Hotel Poseidon te da la bienvenida en la isla de Spetses. Es un edificio grande, lujoso, exagerado, que en 1914 hizo construir el armador Sotirios Anargiros (1849-1918), un millonario de la isla. También dejó como herencia una escuela inspirada en los colegios británicos que todavía hoy sobrevive cerca de la costa, como un anacronismo. Fue allí donde en los sesenta el escritor británico John Fowles (1926-2005) ejerció de profesor. De resultas de aquella experiencia, el 1965 publicaría una novela mítica para la generación hippy, El Mago, llena de elementos oníricos que algunos relacionaban con las drogas psicodélicas. La isla recibe en la novela el nombre ficticio de Phraxos, pero es claramente Spetses. Escribe Fowles: “Phraxos era bellísima. No hay ningún otro adjetivo que la pueda definir; no era bonita, pintoresca, encantadora, sino sencillamente bella”.

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Más allá de El Mago, sin embargo, hay otro personaje, muy querido por los griegos, que ha puesto la isla de Spetses en el mapa. Se trata de Laskarina Bubulina (1771-1825), una heroína de la Guerra de la Independencia que se casó por primera vez a los 17 años y por segunda a los 30. Sus dos maridos murieron luchando contra los piratas argelinos que asolaban las costas de Grecia en aquel tiempo. Con el dinero de las herencias, el 1820 Bubulina hizo construir un barco de 33 metros de eslora, equipado con dieciocho cañones, para combatir a los turcos. Fue así que se convirtió en una heroína destacada de la Guerra de la Independencia, pero el 1825 murió en la isla de Spetses en el transcurso de una pelea familiar. Un museo y una estatua le rinden hoy homenaje.

Poros, enganchada a la costa

Poros es otra isla encantadora, separada de la costa del Peloponès tan solo por un canal de unos doscientos metros de anchura. Es pequeña, montañosa, presidida por un campanario que domina un pueblo armónico de casas de estilo neoclásico. Ocupada por los venecianos durante un tiempo, y atacada en el pasado por los piratas, Poros es hoy una isla agradable, con un excelente puerto natural que desprende una imagen de calma.

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Henry Miller escribe en El coloso de Marusi que cuando llegó a Poros tuvo la impresión de que el barco navegaba entre las calles de la población. “Si hay un sueño que me gusta más que todos los otros es el de navegar sobre la tierra. La llegada a Poros crea la impresión de un sueño profundo. De repente, la tierra converge de todos lados y el barco parece empujado por un paso estrecho que da la impresión de no tener salida”.

El sueño de las islas griegas se repite. El poeta griego Yorgos Seferis, galardonado con el Nobel de literatura en 1963, pasó un tiempo en esta isla e insistía que tenía algo de Venecia griega, de isla surgida de un sueño.

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La cabeza de san Jorge en Egina

Cuando desembarcas en la isla de Egina, a una hora y cuarto del puerto de El Pireo, lo primero que te llama la atención son las muchas paradas y tiendas donde venden pistachos, considerados los mejores de Grecia. Mucha gente trabaja en la cosecha de este producto y cada año salen de la isla unas 2.700 toneladas. En los alrededores del pueblo de Egina, las plantaciones de los pequeños árboles de los pistachos dominan los campos, entre casetas e iglesias pintadas de blanco, pero en lo alto de un cerro lleno de pinos es el templo de Afea el que domina la isla. Es de estilo dórico muy bien conservado, y forma un triángulo mágico con el Partenón, en la Acrópolis de Atenas, y con el templo dedicado a Poseidón en el cabo de Súnion. Los tres temples permiten soñar con la Grecia clásica de Pericles, Fídies, Sócrates y compañía.

Desde las alturas de Egina, y también durante la travesía iniciada en el puerto de El Pireo, podemos ver una isla alargada, la de Salamina, famosa sobre todo por la batalla del mismo nombre en la que el 480 aC los griegos consiguieron parar la invasión de los persas. La isla está tan cerca de la costa que se hace difícil imaginar cómo los griegos consiguieron encajonar los numerosísimos trirremes persas en aquella batalla sobre la cual escribió el gran Heródoto, el padre de todos los historiadores.

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Volviendo a Egina, casi todos los autocares de turistas van directamente del templo de Afea a un restaurante junto al mar. La gastronomía griega, ya se sabe, tiene buena fama y siempre vale la pena comer un buen pescado y beber vino de retsina. Pero hay otro lugar en la isla, nada turístico, que resulta especialmente interesante para los catalanes. Se trata de Paleochora, el pueblo antiguo que a mediados del siglo XIX fue abandonado por sus habitantes para trasladarse a la costa cuando ya había desaparecido el peligro de los piratas que asolaban las islas.

Paleochora está construido a los pies de un cerro de 355 metros de altura presidido por un castillo que fue destruido por Barbarrosa en el siglo XVI y por el almirante veneciano Morosini en el siglo XVII. Hoy queda muy poca cosa, pero vale la pena hacer el esfuerzo de subir para contemplar las grandes vistas que tiene sobre el mar y las islas de alrededor.

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En el pueblo hoy abandonado se conservan una treintena de iglesias, pero las casas fueron derrocadas para llevarse las piedras para construir las casas del pueblo nuevo. Quedan, eso sí, las calles adoquinadas que suben hacia el castillo, con algunas iglesias muy conservadas. Todo ello da a Paleochora un aspecto en cierto modo fantasmal, de pueblo abandonado, que conserva el espíritu religioso en unas capillas que se construyeron siglos atrás para tratar de alejar la amenaza de la peste.

La iglesia principal está dedicada a san Dioniso, pero hay otras dedicadas a san Juan Evangelista, san Esteban, san Jorge... Egina tiene la particularidad que durante unos años, entre el 1317 y el 1451, estuvo dominada por dos familias catalanas, los Frederic y los Caupena. En aquel tiempo se guardaba en la iglesia de San Jorge la reliquia de la cabeza del santo. La iglesia emociona hoy por su sencillez, con la iconostasis que separa la zona del altar y unos frescos bien conservados, entre ellos uno de sant Jorge matando el dragón.

La reliquia de la cabeza fue llevada a finales del siglo XV por los venecianos a la abadía de San Giorgio Maggiore, en Venecia. En el siglo XIX, sin embargo, se perdió el rastro. Se ignoraba donde había ido a parar, pero el 1971 el historiador norteamericano Kenneth Setton, autor del libro Los catalanes en Grecia (1975), lo encontró en un almacén olvidado de la abadía. Removiendo a fondo descubrió en un rincón la parte superior de un cráneo rodeado con una cinta de oro con una inscripción en griego que identificaba la reliquia como la cabeza de san Jorge. “¡Eureka!”, exclamó. La tan codiciada reliquia volvía al primer plano de la historia.