BarcelonaUno de los primeros recuerdos que tenemos las personas que escribimos es devorar historias. Yo me he alimentado de historias desde pequeña. Las que se inventaban mis madres antes de ir a dormir, sobre chicas aventureras con algún poder extraño y divertido; las que leía yo misma, de fantasía y misterio, o las que me contaban el cine y la televisión, que hasta bien entrada la adolescencia miraba solo cuando bajaba de las montañas y visitaba a los abuelos en Barcelona.
En casa vivía con dos mujeres enamoradas, dos mujeres que habían defendido su derecho a quererse, así que ya sabía un poco qué era el amor. Era cuidarse la una a la otra, era besarse, era enfadarse y después reír y que no te importara mucho lo que pensara la gente. Era hacer de una casa un palacio.
Mientras crecía había historias de amor que me gustaban. Eran las que hablaban de pasión, compromiso, ilusión y expansión. Me encantaban las historias de amor, aunque quizás no eran las habituales y a veces resultaban imposibles: El viaje de Carol, de Imanol Uribe; La materia oscura, de Philip Pullman, y Drácula, de Bram Stoker, me hacían soñar que, algún día, como en la adaptación de Coppola, alguien atravesaría océanos de tiempo para encontrarme a mí.
Solo había un tipo de historias que no conseguía tragarme. Yo, que las devoraba todas. No pude ni con Crepúsculo ni con Memorias de Idhun, los grandes hits de adolescencia de mi generación. Y el motivo era solo uno: no podía con las historias donde había que elegir entre dos amores. Me gustaban Edward y Jacob, y Jack y Christian: ¿por qué se obligaba a la protagonista a elegir entre los dos?
Entonces todavía no sabía lo que me pasaba, y no lo sabría hasta que cumpliera 30 años: era poliamorosa.
Lo descubrí, claro, gracias a una historia. Fue La vieja sirena, de José Luis Sanpedro, la que plantó en mí la semilla de querer amar diferente. Porque yo también había elegido, a lo largo de mi vida amorosa: me habían dicho que si deseabas a alguien que no fuera tu pareja es que no estabas enamorada de verdad. Me habían dicho que debía aprender a renunciar, porque no podía amar ni desear tanto. Incluso cuando mi experiencia me decía lo contrario: supongo que ser una mujer joven ya es esto, confiar más en los demás que en ti misma.
Por cobardía, automatismo o falta de referentes –quizás un poco de todo–, fui muchas veces en contra de mi felicidad y mi libertad, abandonando relaciones o construyendo muros porque creía que el amor era cosa de dos.
Cuando leí La vieja sirena, y leí la historia de Glauca, que se enamora y ama a dos hombres muy diferentes, reconocí mi forma de amar. “No es suficiente con un amor para conocer el amor”, dice la novela, y me di cuenta de que yo había estado intentando limitar todas las posibilidades del amor.
En La vieja sirena, Glauca se niega a elegir. Cuenta su amor abiertamente a todos los implicados y está dispuesta a morir por su verdad. Yo me había estado escondiendo mi verdad. Si amaba a mis dos madres, si amaba a mis amigas y mis amigos, ¿por qué no podía amar románticamente a más de una persona? En ese momento sentí que había descubierto algo importante. No para los demás, sino para mí.
Solo tenía que explicar mi verdad, que mostrara quién era –una persona libre– y que se quedara a mi lado quien quisiera acompañarme. Porque, al final, el formato de relación que elijas tendría que ser esto: que todas las personas implicadas puedan ser ellas mismas. Si a ti te funciona la monogamia, adelante. A muchas no nos ha funcionado nunca, y basta con ver las infidelidades, inseguridades y separaciones traumáticas que nos rodean. Quizás la responsabilidad no es solo de las personas, quizá sea el formato: las personas adecuadas para cada uno con el formato adecuado para cada uno.
Yo ya no quería que nadie, salvo yo misma, decidiera qué hacía con mi cuerpo, mi tiempo y mi intimidad. No quería que me limitaran ni quería limitar.
Entonces empezó lo más difícil que he hecho en mi vida. Lo más difícil que hemos hecho, mejor dicho: mi pareja monógama de hacía 7 años y yo abrimos la relación. Muchas veces esta decisión suena a excusa para cortar. Algunas veces lo será. No era nuestro caso, ni nada más lejos de nuestra voluntad: nosotros estábamos bien, éramos felices juntos, y si decidimos embarcarnos en esta aventura fue porque pensamos que –quizás, y solo quizás– nos haría crecer. Hemos subido montañas juntos muchos años, esto solo sería una montaña más.
Crecimos, y por el camino nos hicimos daño y tropezamos y nos pedimos perdón. No es fácil romper con todo lo que te han enseñado, ni abrir un camino que no hemos visto tres mil veces recorrido en la gran pantalla. Pero al final, después de 900 días de poliamor, lo que hemos conseguido para mí no tiene precio: averiguar qué parte de nosotros somos en serio nosotros y qué parte es lo que nos han enseñado y lo que hemos aprendido y lo que nos han impuesto.
Los vínculos que he construido desde que quiero diferente –con total libertad, sin limitarme a mí o a los demás– son también diferentes porque están hechos a medida de cada persona. Circula en las redes una metáfora con un pan: yo no soy un pan que me reparto en trocitos pequeños. Con cada vínculo, horneo un pan que es siempre único: uno de payés, cálido; uno de masa madre, nutritivo; una baguette, elegante. La palabra compañía, por cierto, proviene de la expresión "compartir el pan", y supongo que amar a alguien se trata de eso.
La palabra poliamor el diccionariola define como "una práctica consistente en mantener relaciones afectivas y sexuales con más de una persona a la vez, con el consentimiento y conocimiento de todas las personas implicadas".
El poliamor, dice una amiga mía (y yo me quedo con su definición), es amor. Porque no se ha inventado nada nuevo, el amor debería ser libre o entonces no es amor, y el formato que se lo elija cada uno. Pero elijamos, que no nos lo elijan.
Para mí la importancia no es si tienes un amor o tienes tres, sino en la forma en que se construye este amor, y si se hace desde la libertad y no desde el miedo y la represión.
Planteárselo vale la pena. Te hace ser consciente de tus privilegios, también: para tener tres novios y dos novias hay que tener tiempo, salud y recursos. Te hace replantear las jerarquías: ¿tienen que ser más importantes las parejas que los amigos? ¿Hay que hacer distinciones entre amigos y parejas? Confieso que una de las cosas de las que más he disfrutado de romper con la monogamia ha sido construir relaciones tan íntimas y profundas que no necesitan nombre, son su propia cosa. En el poliamor, al fin y al cabo, o en cualquier forma de amor libre, no se trata de reproducir el modelo de toda la vida múltiples veces, se trata de transformar la forma de amar, de amar sin poseer, de querer que la otra persona sea feliz incluso si su felicidad no te incluye a ti. Y ver dónde te lleva. En realidad, yo ya ni siquiera me defino como poliamorosa: soy, simplemente, una persona que ama con total libertad.
Y a ti, que lees esto y quizás te pica la curiosidad: ojalá descubras maneras de amar que nunca te habías imaginado. Maneras de amar que cuenten la historia de quien tú eres.
Los libros que me hicieron poliamorosa
La vieja sirena, de José Luís Sanpedro
Ética promiscua, de Dossie Easton y Janet Hardy
Vírgenes, esposas, amantes y putas, de Amarna Miller
Todo eso que no sé contarle a mi madre: poliamor, sexo y feminismo, de Sandra Bravo
Pensamiento monógamo, terror poliamoroso, de Brigitte Vasallo
Anarquía relacional: la revolución desde los vínculos, de Juan Carlos Pérez Cortés