Fotoensayo

Nueva York: la ciudad de los contrastes

Este fotoensayo nos muestra el día a día de la ciudad, retratando su cotidianidad lejos de la imagen romantizada que aparece en las películas

Lucía Pardo
31/07/2025

Nueva YorkLa ciudad se despierta. El sol se cuela por las avenidas, entre los grandes rascacielos que esculpen la ciudad. Parece que todo el mundo duerme, pero los cuerpos se mueven. La mayoría ya ha salido de su casa para llegar al trabajo. Poco a poco, la ciudad se pone en marcha y los cafés se llenan de gente: están los que compran y los que sirven.

Nueva York acelera. Las calles se congestionan de gente, coches, taxis, autobuses y sirenas. El metro llega lleno. Todo el mundo ocupa su posición: en su puesto de trabajo. El portero abre la puerta y saluda con la cabeza, todo el día de pie sin sentarse. Las horas pasan y él, inmóvil, da indicaciones a quienes buscan direcciones. Y, aunque llueva o nieve, él estará ahí, a los pies de un monumento. Encima, una bandera gigante ondea imponente, como si él también fuera parte del símbolo.

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La ciudad funciona como un solo organismo. Un sistema de mutualismo asimétrico: una clase social trabaja, sostiene, sirve y sobrevive; la otra, con menor cantidad, pero con más voz, habita con comodidad. Ambas se necesitan, pero una se aprovecha.

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Las avenidas están llenas de tiendas de lujo con escaparates brillantes y tentadores. Fuera, en la calle, hace frío; a la gente se le ve la cara y poco más. Se agolpan delante de los cristales, observan ropas, joyas y zapatos, y comentan qué se comprarían, si pudieran. Dentro, en la tienda, hace calor. Las dependientas esperan de pie la llegada de clientes. El guardameta observa la escena y sonríe con desgaste.

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Llega la hora de comer y el contraste se hace más evidente. Hay comida en cada esquina, vendida en paradas llenas de carteles. Hay que comer de pie, sentado en el escalón.

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El lujo y el trabajo conviven, pero no dialogan. Todo está recubierto de publicidad: limpio, reluciente, diseñado para agradar.

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La pausa parece no tener cabida. Sólo en escenas aisladas se percibe la pausa: el guarda que vigila la iglesia; un policía mirando el móvil; un cigarrillo encendido con prisas. Quienes están quietos es porque su trabajo lo exige; si no, la ciudad no para. Te empuja a consumir, producir y circular.

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Pese al desgaste, pese a la asimetría flagrante, por encima de todo se cierne el orgullo de país. Una bandera en cada esquina, en cada gorro, en cada uniforme.

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Un orgullo que separa, pero también unifica, que esconde los desequilibrios bajo una promesa común. Una bandera que cubre los ojos a los problemas. Que hace olvidar el sistema en el que viven. Como un hongo que alimenta la raíz sin ver nunca la luz, Nueva York vive gracias a quienes no forman parte.

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