Un icono estético que ha sobrevivido a todas las modas
La reina se convirtió en un símbolo más del Reino Unido gracias a las estrictas normas estilísticas que seguía y a la ayuda de un numeroso equipo
BarcelonaMás de 70 años haciendo de reina la habían convertido en la monarca europea de toda la historia contemporánea que más tiempo llevaba con la corona puesta –solo superada por Luis XIV–, un récord que se suma a otro: ser la jefa de estado más vieja del mundo. Con la experiencia que señalan estos dos hitos de su currículum, no hay ninguna duda de que Isabel II había aprendido cómo usar en beneficio propio todos los elementos a su alcance para impulsar su único objetivo: perdurar. Y entre estos destaca de manera muy relevante el uso que la difunta monarca ha hecho de la moda, que ha aplicado con la misma rectitud que se tiene que aplicar una fórmula matemática porque funcione. Tanto es así que su imperecedera estética la consiguió singularizar y, en última instancia, erigir en un icono más del Reino Unido, junto al Big Ben o de los cuadros de Burberry’s. A través de una propuesta fashion completamente alejada de la de las mujeres de su avanzadísima edad, la reina pudo convertirse en un símbolo no solo político sino también estético.
Para su indumentaria, la reina tenía unas normas perfectamente definidas que seguía con el mismo rigor que la Constitución británica. Y es que, pese a la extremada gama tonal con la que se vestía, bajo este aparente desmadre había mucho orden. De hecho, el mismo libertinaje cromático era una norma en sí mismo. Y tenía que ver –¡y mucho!– con su oficio de reina: se la tenía que poder reconocer de lejos. Así lo explicó Stuart Pavin, su estilista durante once años, que admitía que con colores llamativos querían conseguir que los ciudadanos británicos –y los de otros países que la veían por televisión– la pudieran identificar entre una multitud. Un objetivo para el cual ella solo pedía una cosa, y era que fueran tres las piezas que hicieran juego: vestido, sombrero y abrigo. Sus tres imprescindibles en actos de calle.
Un equipo exclusivo para controlar su indumentaria
Era tanta la importancia conferida a esta cuestión que contaba con un equipo de quince personas para encargarse de su armario. Un gabinete que luchaba por conseguir estilísticamente la misma perfección que ella siempre había perseguido institucionalmente. Entre otros, el equipo tomaba nota de cómo iba vestida cada día y qué elementos mezclaba para que de un año para otro no repitiera propuesta el mismo día o en el mismo acto, aunque fuera en otra fecha.
Pero, aparte de los colores flamantes, sus abrigos también contaban con una particularidad que los hacía únicos. Tenían las mangas más cortas de lo normal, detalle motivado también por dos singularidades de la profesión de reinar: tener que comer en público y tener que dar la mano a la gente. Y es que, según calculó TheTelegraph en una ocasión, la reina daba la mano a 22.000 personas al año, una circunstancia para la cual no se quitaba nunca los guantes. Y en este campo, más tradiciones inviolables: solo podían ser blancos o negros, y de los que le hacían a medida desde 1947 en Cornelia James.
Proveedores seculares
También era de gustos fijos con los sombreros, que le proveía desde 1990 Philip Somerville. Todos los diseños estaban pensados para añadirle altura con una copa ligeramente alargada –y nunca bombeada– y procuraban no restarle altura con un ala demasiado ancha. La decoración floral era la habitual, más que las plumas, que nos parecen tan inglesas por culpa de Ascot, de donde ella era feligresa. Su obsesión por ir vestida a juego se manifestaba incluso cuando llovía, puesto que tenía paraguas transparentes –para poder ser vista– pero disponibles con franjas de todos los colores para combinarlos siempre con la ropa.
Más limitada que con los sombreros fue con los bolsos. Un complemento que en su caso era puramente decorativo, puesto que siempre estaba rodeada de una bandada de personas con todo lo que le pudiera hacer falta. Los bolsos de su uniforme siempre fueron de la firma Launer y de charol negro, como su calzado, un aspecto en el que sí que se notaban mucho los estragos de la edad. A pesar de que de joven fue rompedora llevando botines y zapatos con algo más de talón, hacía cincuenta años que en la firma Anello & Davide le hacían a medida sus eternos mocassins negros, todos con talones kitten. Había acumulado tantos que necesitaba cinco personas para encargarse de ellos, entre las cuales destaca la figura de su gemela de pies, que los llevaba antes de que ella para que no le salieran llagas.
Pero su gran debilidad siempre fueron los broches. Dice la leyenda que su colección supera los 365 y que todos tienen mucha historia. Sobre todo su preferido: el de la reina Victoria. Siempre los llevó en el hombro izquierdo y siempre los combinaba con collares –nunca uno solo...– de perlas. De la reina cuando hacía de abuela o de madre poca cosa se sabe a nivel estilístico. Solo que el pañuelo en la cabeza era uno de sus habituales cuando se instalaba en Balmoral. Del uniforme de su hijo Carlos, vete a saber qué escribiremos.