El poder de la indumentaria en el entierro del papa Francisco

Si algo sabe hacer muy bien la Iglesia católica es transmitir contundentemente poder y autoridad a través de la ropa. Los buenos diseños son aquellos que no es necesario cambiar con el paso del tiempo y que, por tanto, se convierten en eternos. En su caso, llevan una indumentaria que parte de la época medieval y que ha sobrevivido con pocas variaciones hasta la actualidad. Algo que explica por qué prendas como la sotana son un vestido, ya que, en el momento de codificarse su vestimenta, los hombres aún no llevaban pantalones. Una indumentaria que parte de una sencillez formal para reforzar la idea de pretendida renuncia a los bienes materiales, que se hace añicos cuando ves despliegues como los de hoy, donde la Iglesia exhibe como un pavo real los tentáculos de su poder.

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La indumentaria católica, además, se caracteriza por tener un rico entramado simbólico, como su juego cromático. Los colores de los papas, por ejemplo, son el rojo y el blanco, como ejemplifica el hecho de que al papa Francisco se lo haya enterrado con una sotana blanca y una casulla roja. En el caso del blanco, argumentan que hace alusión a la pureza, mientras que el rojo es una referencia a la sangre del martirio de Cristo y se utiliza en funerales de los pontífices. Pero, más allá de estas justificaciones, que quedan muy bien por su conexión con la Biblia, es preciso saber que en el pasado eran colores para demostrar poder. La gama cromática que va del rojo al púrpura, colores muy utilizados por los altos cargos eclesiásticos, provenía de un molusco muy difícil de obtener, lo que hacía que tan solo los grandes dignatarios lo utilizaran para demostrar su poder frente a un pueblo que no podía permitirse ni comprar tejidos tintados ni mantener blancas sus vestiduras. En medio de un pueblo vestido mayoritariamente de color beige, los altos cargos religiosos se distinguían e imponían su autoridad a través del brillo del rojo y la pulcritud del blanco. Una distinción de colores que también se aprecia en la vista de dron del funeral, con una extensa mancha negra que contrasta con los religiosos y la Guardia Suiza Pontificia, los únicos autorizados a llevar colores vivos.

No se puede negar que, en general, nos conformaros con poco, ya que hemos elevado a categoría de gesta revolucionaria el simple hecho de que el papa Francisco prefiriera unos zapatos negros en vez de los blancos o rojos características de sus antecesores. Más que reformar la indumentaria papal, simplemente renunció a desplegar al máximo sus posibilidades, en contraposición al gusto ostentoso y conservador de Benedicto XVI, que tiró la casa por la ventana en cuestiones ornamentales, con mocasines rojos de la casa italiana Adriano Stefanelli, el camauro (sombrero) de terciopelo y armiño, las joyas o lujosas capas pluviales.

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Zelenski, protagonista

Si algo sabe hacer bien también la Iglesia católica es imponer a los demás qué deben hacer y pensar, por lo que desde asistir a una audiencia papal en el Vaticano hasta entrar en una iglesia supone también acatar unos protocolos vestimentarios. Conseguir que los demás se dobleguen a los mandatos estéticos que les impones es una forma clara de demostración de poder y adoctrinamiento.

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En el caso del entierro, los hombres deben llevar trajes oscuros y zapatos tapados, lo que ha hecho que Volodímir Zelenski, por primera vez desde hace tres años, haya aparcado su camiseta militar por una chaqueta, por otra parte, muy similar a la guerrera. Las mujeres también deben vestir de negro, pero en su caso se les exige una demostración visual de decoro moral. No pueden dejar al descubierto ni brazos ni piernas más arriba de las rodillas y, además, se les recomienda cubrirse el pelo, tal y como han hecho la reina Letizia, Melania Trump, Jill Biden o Mette-Marit de Noruega. Un claro eco de la idea machista que nos ha acompañado durante siglos, de considerar indecoroso el pelo de las mujeres. Lo que está claro es que la Iglesia católica es magistral a la hora de performar el poder y que poco tiene que envidiar a las superproducciones de Hollywood o a la Semana de la Alta Costura de París.