Vuelo al pasado: treinta minutos a bordo de un avión de la Marina de Estados Unidos de 1944
El ARA despega en un Douglas R4D de la Segunda Guerra Mundial, que ha vuelto a Europa para conmemorar el fin del conflicto
Duxford (Reino Unido)Viajar atrás en el tiempo es posible. Leyendo una novela –Guerra y paz– o viendo una película. Volver al futuro, para poner un caso, es una alegoría sobre cómo el pasado ha condicionado la vida del protagonista, Marty McFly, y cómo de regreso al futuro, que es su presente, ha aprendido –o no– de la experiencia. ¿Podemos aprender nada de nuestro presente y de nuestro futuro viendo Salva al soldado Ryan o el mucho menos conocido film The winter war, recreación épica y también brutal de la invasión rusa de Finlandia de noviembre de 1940, y de la insospechada resistencia con la que se encontró el Ejército Rojo?
Con motivo del 80 aniversario del VE Day –Día de la Victoria en Europa; final de la Segunda Guerra Mundial en el continente–, aprovecho uno de los muchos actos de evocación que se realizan en el Reino Unido y la privilegiada condición de periodista para –en terminología militar– empotrarme a bordo de un vestigio de esa historia trágica.
Se trata de volar en un Douglas R4D, un bimotor de 1944 que se utilizó para el transporte de material, la evacuación de heridos y el lanzamiento de paracaidistas sobre Normandía, prácticamente nada más salir de la factoría. El R4D fue la versión militar –se hicieron unos 10.000– para la marina estadounidense del muy popular DC-3, el avión comercial que había entrado en servicio a mediados de la década anterior y que revolucionó el transporte aéreo de pasajeros. Indiana Jones desplazaba en la primera aventura de la serie.
La iniciativa a la que me añado es posible gracias al Imperial War Museum de Duxford –una antigua base aérea de la RAF y de la US Air Force– y una asociación de entusiastas de la historia de la aviación militar, la Commemorative Air Force, que ha organizado lo que han llamado Tour de la Vic, Ready for Duty, para conmemorar el citado cumpleaños en unos momentos en que los vínculos transatlánticos parecen más amenazados que nunca gracias a Donald Trump.
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Imaginar lo inimaginable
Advertencia: no me gusta volar. Lo hago porque no tengo alternativa. Sufro más de la cuenta, probablemente. Aun así, subo los cinco escalones de la escalera de poner y sacar y entro dentro de la cabina del avión sin verlo del todo claro. Antes he tenido que firmar un papel de exención de responsabilidades en caso de que vayan mal dados. "Nada, una formalidad", me dice TJ Cook, el piloto.
¿Por qué me embarco, pues, en este vuelo al pasado? Porque querría imaginar lo inimaginable: ¿qué debieron de sentir los ocupantes que despegaban en estas cafeteras con alas durante la Segunda Guerra Mundial dejando la vida suspendida en el suelo? ¿Qué pensarían los paracaidistas que se sentaron donde yo seco ahora mismo a la espera de saltar sobre Normandía o, más tarde, sobre Corea? La línea de seguridad –static line– al que se pegaban antes de dar el paso al abismo recorre la cabina de la cabeza a la cola. Está tan tensa como yo mismo. Andy O'Dell, uno de los tripulantes, se da cuenta, ríe, y levanta el pulgar derecho transmitiendo tranquilidad. Sonrío.
Desde el interior, todo se ve muy diferente que desde la pista, sin embargo. El casco del R4D, de aluminio, me parece muy delgado. Demasiado. La puerta, envejecida como toda la carcasa, reluciente por fuera, pero desconchada por dentro, no cierra herméticamente. Hay una rendija de seis u ocho milímetros por la que se ve el exterior si te acercas. Quizás para reforzar el realismo, dos cargas de profundidad desactivadas atestiguan el uso que tuvo el aparato. Las arrojaban contra los submarinos enemigos.
El zumbido de los motores radiales es extremo en el momento del despegue y el temblor de las placas del suelo y de los cristales de las ventanas –simples, no dobles– también. Quizás como el temblor de los soldados que volaban hacia ella a saber qué destino. Los asientos, abatibles y metálicos, son muy incómodos: Ryanair es superlujo si se comparan con ellos. El mecanismo del cinturón de seguridad me parece muy rudimentario y no apto para deshacerse de ellos en caso de emergencia. Me ayuda a abrármelo la cabeza de los tripulantes, Robert Collier, algo más joven que el avión, pero no mucho más.
Al cabo de diez minutos sobrevolando el sur de Inglaterra debo admitir que no hay para tanto. El R4D es más estable de lo que sospechaba, pero menos de lo que quisiera. Cualquier viraje y cambio de rumbo es más brusco y sincopado que el de un avión comercial en condiciones meteorológicas óptimas: el control de los alerones y del timón es mecánico, con cables y poleas que maneja el piloto desde la cabina sin asistencia electrónica alguna. Nuestro comandante nos ha advertido de éste y de otros detalles de la máquina y no le ha dado importancia. ¿Yo tampoco? Intento pensar en el R4D como en una maqueta gigante del avión del Tibidabo.
Media hora después, ya con los pies en el suelo, agarrado por la rigidez a la que me he sometido como medida de seguridad tan inevitable como inútil, consulto los datos del vuelo: hemos llegado a los 517 metros de altura, unos 2.000 por debajo de la altitud de crucero.
¿Qué he aprendido con este breve regreso al pasado? Que no hay ningún glamour en los cielos de la guerra –pasadas, presentes o futuras–, ni siquiera luciendo una cazadora vintage de piloto de la US Air Force, como la de Harrison Ford en Hanover Street. Acepto por los testimonios de los veteranos, y por los libros de historia, que quizás, a partir de un momento concreto, no hubo otro remedio. Pero sigo sin entender cómo se llegó. ¿Miedo a volar? Mucha más aún en un avión de combate. Tembla a pesar de la vida es infinitamente más frágil. ¿Aprenderemos?