Isabel II, símbolo de un país y de un tiempo que se resisten a desaparecer
La soberana ha sido el símbolo por excelencia de un país sometido a una fuerte crisis de identidad
Elisabeth Alexandra Mary, Isabel II, ha sido durante 67 años la reina de 16 países, desde Canadá hasta las Bahamas, desde Nueva Zelanda hasta Jamaica. Pero, a pesar de ser la monarca con más súbditos del mundo, para nosotros siempre ha sido la reina de Inglaterra. Ni siquiera del Reino Unido. De Inglaterra. Es un error, pero muy significativo, porque pocas personas como ella simbolizan la esencia de Inglaterra. O, cuanto menos, de una determinada Inglaterra, un país anclado en un pasado idílico que solo existe en la mente de algunos de sus ciudadanos. Un país y un tiempo que se resisten a desaparecer.
Cuando en 2016 una mayoría de electores votaron a favor del Brexit, el resto de europeos interpretaron este voto como una muestra más del presunto carácter soberbio y excéntrico de los ingleses, de su complejo de superioridad y sus ganas de ser diferentes. 17,4 millones de personas votaron por salir de la Unión (ante los 16,1 que optaron por mantenerse) y esto quiere decir que hay millones de razones diferentes que movieron a una mayoría de ciudadanos británicos a decir good-bye a Bruselas. Se votó contra la inmigración que ha cambiado barrios y ciudades, contra la globalización que ha cerrado fábricas y devaluado las condiciones laborales, contra la falta de control democrático de unas instituciones lejanas… Pero se votó, sobre todo, para volver al pasado, a la época en la que Inglaterra era la principal nación de un gran imperio mundial.
A pesar de que decirlo es motivo de conflicto, las naciones no existen de manera natural sino que se hacen, se construyen de manera artificial. Cogiendo unos hechos históricos (e ignorando otros), amparándose en una lengua (marginando otras) y escogiendo una serie de valores (y no otros), los gobiernos, la escuela o los medios de comunicación dibujan una idea de la nación que hace posible que personas que no tienen nada en común acaben convencidas de que forman parte de una misma comunidad. En Inglaterra, este proceso de construcción nacional se ha hecho con una intensidad especial. Ningún inglés lo reconoce, pero el nacionalismo impregna todos y cada uno de los aspectos de la vida del país.
Un país de fronteras estables
Inglaterra no es ninguna excepción en el marco europeo. Su lengua es fruto de invasiones romanas, sajonas y normandas; su religión, de la llegada de predicadores irlandeses y de la influencia de tratados publicados en Alemania; su arte, del trabajo de creadores nacidos o formados en el continente… Pero a pesar de ser un país genuinamente europeo, Inglaterra está convencida que es diferente, que tiene poco o nada que ver con el resto del continente. Los motivos son complejos y no es ningún tópico decir que la insularidad encabeza la lista. A pesar de que el país ha sido el escenario de diferentes invasiones y asentamientos, el hecho de ser una isla y, por lo tanto, más difícil de conquistar, ha hecho que sus fronteras permanezcan relativamente estables, más allá de las uniones con Gales y Escocia, lo cual ha contribuido a generar entre sus habitantes un sentimiento de pertenencia mayor que el de muchos ciudadanos europeos, sometidos a constantes cambios de soberanía.
El de las invasiones es, en Inglaterra, un tema crucial, hasta el punto de que el discurso de reafirmación nacional descansa sobre dos episodios bélicos que sirvieron para evitar sendas ocupaciones extranjeras: la de la castellana Armada Invencible (1588) y la del ejército nazi (la Batalla de Inglaterra, 1940). Haber conseguido derrotar a la monumental armada del imperio más poderoso de la época y haber hecho frente a los aviones de la temida Luftwaffe son episodios recordados hasta no poder más en escuelas, documentales, cursos universitarios, series de ficción, monumentos, congresos, artículos, conmemoraciones… Dos episodios convertidos en mito, con motivo de orgullo nacional: el pueblo que se une para defender la tierra de sus ancestros de los invasores extranjeros.
El militarismo
Es evidente que Inglaterra sufrió mucho durante las dos grandes guerras mundiales. Alrededor de 1,5 millones de personas murieron durante los dos conflictos y, a pesar de que el país no vivió ninguna batalla en su suelo, algunas ciudades sufrieron importantes destrozos a consecuencia de los bombardeos alemanes. También es evidente que, a diferencia de lo que pasa en Alemania, o Italia, o España, o incluso Francia, las dos guerras no provocan ninguna incomodidad en Inglaterra, porque el país no sucumbió al fascismo sino que lo combatió. Tiene menos motivos para avergonzarse y más para estar orgullosa. Aun así, resulta sorprendente la asfixiante omnipresencia de los monumentos que conmemoran episodios militares. En las ciudades inglesas cuesta encontrar esculturas de mujeres desnudas, pero están llenas de soldados. Tetas, las justas, y a poder ser, ninguna; fusiles, los que haga falta.
Ningún mito nacional es casual, y el del carácter militar de los ingleses tampoco lo es. Desde el siglo XIX el país ha necesitado miles de hombres para conquistar medio mundo. Las atrocidades cometidas por el Imperio Británico tenían como coartada la superioridad moral e intelectual de los ingleses. Esta coartada no solo se vendió de puertas afuera, sino también de puertas adentro: servía como idea estimulante para captar a los soldados y funcionarios que el imperio requería y como justificación para tapar la violencia. Y funcionó: varias generaciones crecieron convencidas de que pertenecían a la nación más avanzada, educada, trabajadora y civilizada de la historia. Los ingleses son mejores que nadie y, por lo tanto, tienen derecho a dominar el mundo.
Resulta significativo que, del mismo modo que los ingleses no ven un nacionalismo que lo impregna todo, desde los anuncios del metro hasta las noticias de la BBC, tampoco ven otro elemento que define la vida del país: la religión. Amparándose en el hecho de que prácticamente no hay fiestas religiosas (solo Navidad y Pascua) o que la asistencia a las iglesias es simbólica, los ciudadanos están convencidos de que Inglaterra es un país secular, muy alejado del fundamentalismo que atribuyen a los países musulmanes y a los católicos. Pero no hace falta rascar mucho para ver hasta qué punto la religión forma parte del ADN del Inglaterra actual. De entrada, el hecho de que el monarca sea la líder de la Iglesia convierte al soberano o soberana en parte consustancial del estado británico. Pero la moral impregna todos los ámbitos de la vida cotidiana y se deja notar con especial intensidad en los medios de comunicación, con los diarios actuando como si fueran curas guiando a su congregación.
Del 'gentleman' al 'hooligan'
Con un elevado sentido de la moral (de puertas afuera), viriles, exploradores, medidos, guiados por las normas del fair play y la democracia… Sí, el inglés bebe en exceso y es proclive a los disturbios, como se pone de manifiesto cualquier noche de sábado o cuando hay un partido de fútbol. Pero todo el mundo, con la prensa al frente, pasa de puntillas ante estas actitudes. El hooligan es tratado más con condescendencia que con reprobación. Miles de ingleses pueden comportarse como energúmenos en las calles de Lloret o de cualquier ciudad donde juega un equipo inglés, pero el estereotipo nacional no cambia, en parte porque los que no siguen el modelo son ciudadanos de las clases bajas. Si faltaba algún elemento para acabar de definir la Inglaterra actual, aquí lo tenemos: clasismo.
Y de la mano del clasismo acabamos donde empezábamos, con la reina Isabel II. Clasismo, militarismo, religiosidad, importancia de las formas… No hay que seguir para darse cuenta de que la monarca encarnaba a la perfección los valores del país, que aquello que ella representaba respondía al pie de la letra la idea de la nación que se ha ido construyendo durante los últimos dos siglos. Su posición en la cumbre de la pirámide social la convertía en un mito en un país fascinado con las jerarquías y donde la aristocracia es vista como guardiana de la esencia más importante de todas: la tierra, el paisaje, los campos de la verde, tranquila e inalterable Inglaterra.
Estabilidad y tradición
La relación de la monarquía británica con el ejército es muy estrecha, como todo en todas partes. La posición simbólica de la reina al frente de la Iglesia anglicana la convertía en un referente moral. Y su conservadurismo innato, la deferencia que esperaba de los demás, las distancias que marcaba, hacían de ella una perfecta señora inglesa, amable pero distante. Todo este mundo tiene poco que ver con la Inglaterra de hoy. Del mismo modo que los jóvenes que caen en un coma etílico cada fin de semana no tienen nada que ver con el gentleman que toma el té y lee el Times, el país que hizo la Revolución Industrial y que sirve de imán a fortunas de procedencia dudosa no tiene nada que ver con la Inglaterra rural y eterna de las pinturas de Constable. En Londres, los ayuntamientos de la capital ya no pueden poner "Feliz Navidad" en las luces de las calles para no ofender los no cristianos; el imperio se perdió hace muchos años, haciendo del Reino Unido un pequeño actor internacional siguiendo los pasos de Estados Unidos; los jóvenes ven series americanas, hablan con palabras americanas y siguen costumbres americanas; en las escuelas se hablan decenas de idiomas de todo el mundo; las grandes mansiones acaban en manos de nuevos ricos de Rusia o los países del Golfo… En este paisaje sísmico, la reina, en el trono de Buckingham desde hace siete décadas, encarnaba como nadie la estabilidad, la continuidad, la tradición, este elemento tan importante para la psicología nacional inglesa.
Media Inglaterra no se reconoce a sí misma. El país ha cambiado, como han cambiado Catalunya, o Francia, o tantos otros. Pero al otro lado del canal aquello que está desapareciendo forma parte consustancial de la idea de Inglaterra, de la identidad nacional. Muchos, sobre todo la gente mayor, se resisten a ver cómo desaparece aquel mundo porque, sin el repartidor de la leche por la mañana y sin el fish and chips en la esquina, sin libras esterlinas en los bolsillos y sin autobuses de dos pisos en las calles, Inglaterra ya no sería Inglaterra. Muchos vieron en el Brexit la oportunidad de dar marcha atrás, de volver a un pasado que creen más seguro que un presente desordenado y un futuro incierto. El referéndum les proporcionó la ilusión de que esto era posible, pero la muerte, hoy, de la reina Isabel, es un recordatorio que volver atrás no es posible. Con ella se va no solo una época, sino una idea de país. Como esto es Inglaterra, no se puede asegurar que a partir de ahora nada será lo mismo. Pero todo será muy diferente.