Reportaje

Minas y contrabando: el camino del oro senegalés hacia Europa

Desde hace casi cuatro décadas Senegal vive una fiebre del oro debido al descubrimiento de grandes depósitos de este metal. Varias compañías internacionales se han establecido en la zona de Kedougou, al sudeste del país, y el número de senegaleses que abandonan su casa para trabajar como mineros artesanos no ha parado de crecer

Texto y fotos: Alicia Petrashova / Pablo Parra / Toni Gárez
y Texto y fotos: Alicia Petrashova / Pablo Parra / Toni Gárez

Sirima no llega a los treinta y ya hace años que trabaja en una de las minas de oro de la zona de Kedougou, al sudeste de Senegal. Con sus compañeros hace un tiempo encontraron una roca muy grande del preciado metal dorado, lo que le permitió dejar de excavar habitualmente y convertirse en una clase de encargado. Podría haberse retirado de la minería y haber buscado un trabajo más cómodo que le permitiera disfrutar de la familia y la casa que compró con este golpe de suerte, pero prefirió invertir en material para la explotación del oro.

Su caso es, a la vez, una excepción y una regla. Una excepción por la dificultad que supone encontrar suficiente oro para poder ganar más dinero del que se necesita para sobrevivir, y una regla porque, como él mismo reconoce, es víctima de la fiebre del oro que vive Senegal desde ya hace casi cuatro décadas.

Un billete de lotería

Según la plataforma de visualización de datos The Observatory of Economic Complexity, el oro es el producto principal que exporta Senegal, un 15% del total de exportaciones. Desde que en los ochenta empezaron a surgir los primeros asentamientos alrededor de los yacimientos de este metal, el número de senegaleses que abandonan su casa para trasladarse a ellos no ha parado de crecer. La historia es similar a lo que pasó durante la segunda mitad del siglo XIX en California, donde llegaban ciudadanos de todos los Estados Unidos para trabajar en las explotaciones de este metal precioso.

Sirima reconoce que su trabajo es como salir a jugar cada día, como quien compra un billete de lotería para probar suerte. Casi como una adicción: “A partir del día que encuentras algo se convierte en una rutina de la que difícilmente puedes salir”, asegura. Después de encontrar la piedra que le permitió dejar de excavar, nunca ha vuelto a encontrar nada más que polvo de oro. Al menos hasta el momento que hablamos con él.

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Kedougou, una posición estratégica

Existen hasta diez centros de explotación de oro en Senegal, entre los que están Khosanto, Sameconta, Saraya, Niemoke, Sabadola y Bantako. En los dos últimos lugares se trabaja de manera industrial, pero la mayoría de la minería en el país es una tarea casi artesanal. Cualquiera puede participar llenando un registro y sobornando a los agentes de policía que custodian las entradas de las minas por carretera, o a alguna autoridad local. Muchas de estas minas están en la región de Kedougou. Su posición resulta estratégica, sobre todo para sacar el oro del país, puesto que sus fronteras al este se difuminan con facilidad y permiten el acceso directo a Mali. En este país el oro será tratado y convertido en joyas o lingotes para ser exportados al resto del mundo.

A pesar de que la mayoría de las explotaciones se concentran en la región de Kedougou, son bastante diferentes entre sí. Algunas las trabajan un grupo reducido de personas, como si se tratara de un negocio familiar. Como la mina de Tomboronkoto, donde los hombres se encargan de excavar y picar en busca del oro y las mujeres cocinan y filtran la tierra con agua para obtener la primera materia.

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En una mina próxima al poblado de Kharakhena, en cambio, hay auténticas aglomeraciones de gente, miles de personas que se autogestionan y se organizan para llevar a cabo el trabajo.

Aquí son más habituales las disputas sobre el trozo de tierra que pertenece a cada grupo. Para intervenir en estos conflictos tienen grupos de seguridad organizados por nacionalidades, puesto que a pesar de que la mayoría de trabajadores son autóctonos también hay personas de la República de Guinea y Mali, pero también otras llegadas de Togo, Liberia y Sierra Leona.

El proceso de extracción

Las minas de Senegal no tienen nada que ver con las de las películas de Hollywood, donde el oro se extrae de las montañas y se transporta por kilos en una carretilla guiada por vías. Aquí hay vastas extensiones de tierra plana, rojiza, arcillosa y húmeda, sobre la que los trabajadores excavan agujeros, como pozos, de casi 20 metros de profundidad pero de no de más de un metro de ancho.

El preciado mineral se puede encontrar en forma de hilo horizontal bajo el suelo, por lo que es habitual que, una vez se ha perforado hacia abajo, se acabe haciendo lugar hacia los lados, interconectando, en muchas ocasiones, diferentes agujeros. No existe ningún tipo de seguridad para hacer este trabajo, ni arneses que eviten una caída, como tampoco cascos o guantes. Los hombres van descendiendo con el único apoyo de una cuerda, un pico y sus propias manos.

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Para conseguir un poco de sombra, los trabajadores construyen toldos rudimentarios sobre cada agujero, pero esto no evita que la sensación térmica bajo tierra supere los 30 grados.

Mientras unos excavan otros lavan la tierra que se extrae en busca de vetas de oro, normalmente tan diminutas que son casi imperceptibles. El proceso consiste en mezclar la tierra con agua y, a través de un plástico, ir filtrándola hasta encontrar el deseado mineral. Esto puede repetirse decenas de veces y sirve para saber si vale la pena continuar excavando en cada parcela.

La arena mojada se deja secar al sol y se pasa por un molino para hacerla todavía más fina. Después de esto llega el punto final del proceso. La tierra con vetas de oro vuelve a lavarse, pero esta vez con mercurio. Este metal, altamente tóxico, es tratado también sin ningún tipo de medida de seguridad. El mercurio que se utiliza proviene de Malí, destino principal del oro y proveedor de la sustancia necesaria para su transformación.

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De Senegal a Malí

El mercurio, como si se tratara de un imán, aglutina las partículas de oro y las convierte en una sola pepita, en general de un tamaño ridículo, de color plateado. Para acabar el proceso es necesario quemar el metal que rodea el oro, que finalmente muestra su dorado característico.

De un saco de unos 50 kilogramos de tierra suele salir una bolita de oro que no llega a pesar ni un gramo.

Es fácil saber dónde va a parar el oro que extraen los mineros. Basta con preguntarles y todos, casi de manera unánime, señalan en dirección a Malí. A pesar de que sacar oro de cualquier país es ilegal sin un permiso oficial, las fronteras en África son dispersas, casi inexistentes, lo que facilita el contrabando de todo tipo de productos.

Una vez extraído y aglutinado el oro, los mineros acaban su ciclo de trabajo con la venta de las pepitas que han acumulado a los contrabandistas, que se encargan de transportarlas, mayoritariamente al país vecino. En algunas ocasiones también las trasladan a Dakar, la capital de Senegal.

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Los contrabandistas suelen ser antiguos mineros que después de un golpe de suerte en una excavación abandonan las explotaciones. Compran el oro a los mineros por un precio que bordea los 25 euros el gramo de 24 quilates (lo más puro que existe), y lo llevan a las joyerías de Bamako por unos 30 euros, lo que supone un beneficio de 5.000 euros por kilo.

En las calles de la capital de Malí es habitual encontrar joyerías junto a tiendas de comida o de pieles. En las trastiendas, el oro comprado a los contrabandistas se convierte en pulseras o collares que comprarán familias adineradas y turistas. El trabajo es frenético, incluso por las noches. Y el negocio no se limita a las tiendas de joyas, sino que también se puede encontrar oro en la parte posterior de boutiques o de establecimientos de electrónica.

Los señores del oro

Malí no es el único camino del mineral en esta zona de África. Los intermediarios también pueden venderlo a otras personas con un rango y contactos superiores, mayoritariamente de Dakar. Ellos se encargan de sacarlo del continente en dirección a los Emiratos Árabes o Europa, principalmente a Suiza.

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Son los auténticos señores del oro de Senegal. Personas que después de conseguir una cierta fortuna compran las pepitas para fundirlas y convertirlas en lingotes. Lo hacen mediante unas herramientas rudimentarias que tienen en casa. A pesar de que algunos serán detenidos y su carga confiscada, el riesgo les sale rentable. El valor del lingote crece a medida que se aleja de su lugar de origen. Cuando una pieza llega a Suiza, por ejemplo, se marca con el sello oficial del país, cosa que la revalora hasta niveles de vértigo.

Un lingote de oro de un kilogramo y 24 quilates suizo tiene un precio actual que bordea los 47.000 euros. Si hablamos de una onza (31 gramos) de la misma pureza, el coste son unos 1.490 euros. Muy lejos de los 25 euros por gramo que cobró el minero que lo encontró.

Lo que pasa en Senegal no es muy diferente de lo que pasa en el resto de países de África cuando hablamos de comercio. Aún así, este país es idóneo para las relaciones comerciales, dada su posición estratégica, su relativa estabilidad política y social y su condición de socio histórico de países como Francia y España.

En este negocio, como en el del petróleo, gana quien más compra, no quien más produce. Según datos de 2018 de The Observatory of Economic Complexity (OEC), Suiza es el principal exportador de oro del mundo, con un 20,9% de la cuota de mercado. Paradójicamente, al mismo tiempo es el principal importador, con un 21,3%, seguido por China, India y los Emiratos Árabes. Suiza es, según varias fuentes, la novena economía más poderosa del mundo. Y, también, el principal destinatario del oro de Senegal, puesto que le compra más del 85,9% de la producción. Los Emiratos Árabes, por su parte, compran el 12,8% del oro de Senegal.

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Desde 2003 Senegal tiene una ley de minas que ofrece incentivos a las empresas internacionales para que inviertan en la prospección y explotación de los depósitos de oro del país, y la situación no ha mejorado. La aprobación de esta ley, que al principio parecía positiva, ha dado luz verde a las compañías para comprar la tierra donde ahora trabajan y viven miles de senegaleses. En otras palabras, aunque el avance de la industrialización continúa siendo lento, tienen el derecho de poder expulsar a estas familias lejos de sus casas actuales.

Efectos colaterales

Hace años, Kharakhena era un poblado que no superaba las 200 personas, que vivían todas en las tradicionales casas de paja. Después del inicio de la fiebre del oro, poco a poco la población fue creciendo exponencialmente, hasta las casi 3.000 personas de la actualidad. Estos nuevos residentes construyeron sus propias casas, y donde antes había tierra ahora se amontonan casas de plástico casi sin las condiciones de habitabilidad y salubridad mínimas.

Cuando cae la noche el poblado de Kharakhena se convierte en un bullicio de hombres y mujeres llegados de multitud de puntos diferentes de África, todos de fiesta, estén en las calles o en las cinco discotecas existentes. En la zona han aparecido varios negocios de ocio nocturno y prostitución. El escaso control gubernamental de estas explotaciones mineras también ha provocado un incremento de la explotación infantil. Sin embargo, al menos en esta zona de Kharakhena, no es habitual. Ante la inacción del gobierno, varias ONG sobre el terreno, como por ejemplo la senegalesa La Lumière, luchan contra este tipo de prácticas. Su tarea es encontrar a los menores afectados para sacarlos de las minas y escolarizarlos en los centros que han construido en los alrededores.

Todo tiene consecuencias. El oro no es diferente de otras primeras materias la explotación de las cuales supone, en muchos casos, la vulneración de derechos humanos. Las minas de Senegal parecen lejanas, pero cuando se toca una pieza de oro se convierten en una realidad próxima, asumida pero problemática.