La reina que solo lloró un día
No derramó lágrimas con las muertes de Lady Di ni de su esposo, el duque de Edimburgo
LondresLa pequeña Lilibeth nació en 1926. La futura Isabel II no lo hizo hasta 1936, conocido en la historia británica como el Año de los Tres Reyes. Entonces, la vida de aquella chica, y la de los cuatro hijos que con el tiempo tendría, cambió para siempre jamás. La muerte en enero de aquel 1936 de Jorge V, su abuelo, seguida de la abdicación once meses después del primogénito y heredero natural Eduardo VIII, la colocó en la línea de sucesión directa al trono, después de que su padre, Alberto (el tartamudo de El discurso del rey'), fuera coronado.
Eduardo VIII prefirió la compañía de la millonaria divorciada norteamericana Wallis Simpson a las obligaciones familiares, más bien pesadas, como la dimisión familiar de Enrique y Meghan Markle demostrarían casi noventa años después. Eduardo VIII quería casarse con Wallis Simpson pero el gobierno se opuso por miedo a una caída de popularidad de la monarquía. Con la renuncia, Eduardo rehuía los deberes de la sangre; sangre que, sea dicho de paso, aparecía ensuciada por simpatías nazis y amistad con Adolf Hitler.
En este punto, la historia oficial –abdicación por amor– se mezcla con todo tipo de teorías de la conspiración: teorías según las cuales el establishment británico habría hecho caer un rey amigo de Alemania justo a las puertas de una guerra que, a finales de 1936, muchos consideraban ya entonces inevitable.
A diferencia de su tío, la reina ha recogido con profesionalidad las obligaciones y los sapos del cargo. Como tantas otras reinas de la vieja Europa, se los ha tragado de todos los colores. También los rumores sobre las presuntas infidelidades de su marido, el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, duque de Edimburgo. Todo con gesto hierático, sin aspavientos públicos y, sobre todo, sin escándalos. La prensa británica más sensacionalista ha disparado con bala a la familia real en numerosas ocasiones, pero el fuego se ha concentrado en hijos y parientes más alejados.
Quizás solo en una ocasión hubo un cierto revuelo, cuando en 1956 Palacio dio la orden de que Felipe volviera a Londres al poco de embarcarse en el yate real Britannia para una gira mundial de cuatro meses. Hasta la capital llegaban noticias de las fiestas que había a bordo, incluso con mujeres al servicio del consorte, y se cortaron los rumores de raíz.
Felipe, primo tercero de Isabel por vía de la reina Victoria y segundo por vía del rey Cristian IX de Dinamarca, se casó con Isabel en noviembre del 1947, cuando ella tenía poco más de 21 años. La boda, ejemplo de matrimonio de conveniencia, se empezó a forjar cuando él, con 18 años, estuvo autorizado a mantener correspondencia con ella, que entonces solo tenía 13. Fue entonces un matrimonio polémico porque Felipe era extranjero, estaba falto de posibles y sus hermanas también habían tenido relaciones con jerarcas nazis.
Reina desde Kenia
Las crónicas y noticieros documentales de la época aseguran que fue su marido quien dijo a Isabel que se había vuelto reina, al comunicarle la muerte de su padre, Jorge VI. Eran las primeras horas del 6 de febrero de 1952. Los hagiógrafos de los Windsor han descrito la escena con tonos bucólicos: los dos estaban en la jungla, en Kenia, en una plataforma instalada encima de un árbol para observar cómo un rinoceronte hurgaba en un pozo de agua. Era el inicio de una gira que tenía que llevar a la pareja real a Australia y Nueva Zelanda después de un safari. Durante la madrugada, el rey había muerto de un ataque al corazón. La noticia codificada como Hyde Park Corner, nada sorprendente dadoel crónico mal estado de salud del monarca, se extendió por los centros de poder de Londres. Al llegar a Downing Street, Churchill todavía estaba en la cama. Las mismas crónicas aseguran que, al enterarse, el primer ministro rompió a llorar.
Sin embargo, no hay noticia de que lo hiciera Isabel. Las reinas no lloran. Cuanto menos, no expresan sentimientos en público, como demostró, con una frialdad políticamente explosiva en 1997, cuando murió Diana Spencer en París a raíz de un accidente de coche, mientras era perseguida por los paparazzis y el vehículo chocó a la entrada del conocido como túnel del puente del Alma.“La princesa del pueblo”, según la exagerada expresión de Tony Blair acuñada por su jefe de gabinete y principal asesor político, Alastair Campbell, se había casado con 19 años con el ahora ya rey, Carlos III, y era la madre del príncipe Guillermo, que se ha convertido en las últimas horas en el primero en la línea de sucesión al trono. Contrasta la frialdad real de entonces con el hecho de que unos meses más tarde, en diciembre de aquel 1997, sí que se la vio llorar públicamente, por primera y única vez en la vida, durante la ceremonia de despedida del barco real Britannia, antes de que fuera desguazado.
Tanta frialdad y falta de sentimientos externalizados fue motivo de una hipérbole precisa y preciosa en la película The Queen. Es la escena clave en la que la reina admira y se entristece por la muerte de un bello y gran reno cazado cerca de Balmoral, la residencia oficial de los Windsor en Escocia. Antes, sin embargo, no ha sabido, no ha podido o no ha querido mostrar ningún dolor ante las noticias por la muerte de Diana. El país, mientras tanto, sí que la lloraba a moco tendido. Diana había ejemplificado –otra construcción mediática que es una venganza contra Carlos y la reina– las virtudes de la juventud y la sinceridad, dedicándose a todo tipo de acciones humanitarias, una vez descubierta la impostura de su matrimonio y, por extensión, la falsedad de la familia.
El amor de la reina por sus perros, los corgies, y sus caballos –le regalaron el primer poni a los 4 años– es proverbial. Pero aquello que tantos ingleses y británicos podrían entender y compartir, y que forma parte del tópico, el amor por las bestias, supuso el peor ejercicio de relaciones públicas hecho nunca por Su Majestad.
El episodio tiene una importancia capital para el futuro de los Windsor. Y supuso un punto de inflexión en la manera en la que, a partir de entonces, los royals lucharán con una prensa tan hostil como a menudo posesiva y a la vez patrióticamente entregada al servicio de la Corona.
El punto culminante —hasta ahora— de la operación de lífting de los Windsor será la boda de Guillermo y la plebeya Kate Middleton, en 2011. Limpieza a la que se llegará después de complejos pactos entre los barones de Fleet Street (la prensa) y la familia real, para continuar suministrando suficiente material gráfico de Guillermo y Enrique y alimentar el insaciable monstruo mediático sin amenazar la privacidad de los hermanos. Sin embargo, el acuerdo –imprescindible después de la muerte en tan trágicas circunstancias de Diana– se ha roto a menudo, y a parecer de Enrique, ha sido violentado después de su matrimonio con Meghan Markle. Prueba de que, a medida que avanzó el siglo XX, y se ha entrado en el XXI, la realeza ha perdido el aura mágica que tenía para volverse tan solo el más famoso grupo de celebrities de la vida británica. Y la prensa lo ha tratado como tal, hurgando en las miserias, con motivos o sin ellos, pero segura de que era material fácilmente vendible y deseable: todo para la audiencia.
¿Ejemplos? Cuando Enrique (2005) exhibió su lado más gamberro al aparecer disfrazado de nazi en una fiesta o, ya once años más tarde, cuando, sin mucho o ningún fundamento, se quiso vincular a su mujer, entonces novia, Meghan Markle, con un portal de internet dedicado a la difusión de producciones pornográficas. O como cuando The Sun publicó en 2015 unas imágenes extraídas de una filmación privada de la familia real, de 1933, en el que su tío y futuro y breve rey Eduardo VIII, enseñaba a Lilibeth y a su hermana, la princesa Margarita, a hacer el saludo nazi. Una inocente –Isabel tenía 7 años– pero incómodo recuerdo del pasado, al cual hay que añadir más incomodidades familiares: como por ejemplo la visita que Eduardo y Wallis Simpson hicieron a Hitler en 1937.
La televisión como aliada
Isabel II no ha hecho casi nunca como la princesa Anne de Vacaciones en Roma, que abandona su envoltorio de algodón durante unos días para disfrutar de la vida del pueblo. La distancia con la plebe es uno de los rasgos característicos de los Windsor. La abdicación es un problema familiar ya mencionado. También es problemática la arrogancia, que se acentúa en la persona del nuevo rey, Carlos III. Solo en una ocasión, el día en el que se celebraba la victoria en Europa en la Segunda Guerra Mundial, la princesa Isabel se pudo mezclar con sus súbditos. Las biografías oficiales y algún documental han explicado que los padres la dejaron salir sola, más allá de la valla de palacio, para mezclarse con la marabunta. No hay fotos, pero es un hecho documentado, y también del todo excepcional, en la vida de la monarca, documentado en cantidad suficiente.
El reinado de Isabel se beneficia, aun así, del poder de la televisión. La coronación, en 1953, un año después de convertirse en reina, fue la primera que ofreció en directo la BBC. Veinte millones de personas la siguieron ante las pantallas, y se calculó que había nueve personas delante de cada aparato. El mismo día, el 2 de junio, a Londres llegaban noticias de la conquista del Everest de Sir Edmund Hillary. La comunicación del evento se facilitó prácticamente a la misma hora en la que se iniciaba la ceremonia. La inmensa mayoría de los británicos, que aún entonces sufría los rigores del racionamiento de posguerra, vivió el lujoso acto no como un insulto, vistas las muchas estrecheces que vivían, sino como un síntoma de optimismo y de confianza en un futuro mucho mejor.
Simbólicamente, los británicos volvían a conquistar el mundo –el techo del mundo, en este caso– al mismo tiempo que presentaban una cara joven y llena de energía como prueba del brillante futuro que se divisaba.
Todo esto ahora no tiene nada que ver. Este cronista, que ha tenido ocasión de vivir en Londres los Jubileos de Oro (2002) y de Diamante (2012), ha podido recoger la diferencia entre lo que narran sus vecinos más mayores sobre el momento de la ceremonia de coronación y los primeros años del siglo XXI. Mientras que, según explican, en 1953 las fiestas en la calle para celebrarla fueron muy numerosas, cinco y seis décadas más tarde eran solo un recuerdo metido en un baúl lleno de polvo.
Y a pesar del ánimo de los gobiernos de Tony Blair, primero, y David Cameron, después, se vieron muy pocas en las dos ocasiones. Todavía menos que en 1977, con motivo de el Jubileo de Plata. Ahora, con la perspectiva de una nueva coronación en un futuro próximo, no hay nada que haga pensar que miles de calles volverán a quedar cortadas para celebrar larga vida a Carlos III.
¿Neutral pero no tanto?
Desde que se convirtió en reina, Isabel II ha tenido algunos gestos políticos importantes que sus corifeos se han ocupado de destacar bastante: por ejemplo, la visita a Berlín Oeste en 1965, invitada por el entonces alcalde, Willy Brandt; otro, la constante atención para mantener viva la llama de la Commonwealth. O aún, el papel que tuvo a la hora de fortalecer las relaciones entre el Reino Unido de Thatcher y los Estados Unidos de Ronald Reagan, al invitar al presidente norteamericano a cabalgar con ella durante una visita en 1982.
En cuanto a la política interior, todo ello ha sido mucho más sutil, con la excepción de la frase que, a favor de la Unión, murmuró cuatro días antes de el referéndum de independencia de Escocia al salir de la iglesia, y en la que expresó su confianza de que “los votantes pensarían con cuidado sobre el futuro”.
En general, sin embargo, el país cree que la reina, como jefe de estado, es neutral. Supuesta neutralidad que le ha permitido sobrevolar episodios bastante graves que tuvieron al Reino Unido a un paso del colapso: entre otros, el llamado Invierno del Descontento (1978-79), hechos que hicieron caer al gobierno laborista de Jim Callaghan en mayo del 1979, o la huelga de mineros. Es durante este periodo, 1984-85, ya con Margaret Thatcher en el poder, cuando desde el Palacio de Buckingham se emitieron señales del disgusto de la reina sobre cómo la Dama de Hierro trataba a los huelguistas. Se esparcía así una supuesta fama de persona de consenso, políticamente de centro. ¿Otro espejismo? ¿Una construcción mediática? ¿Realidad?
Superado el annus horribilis (1992), que se salda con el divorcio de Carlos y Diana, la separación y los escándalos que protagoniza su hija, Sara, y el incendio del castillo de Windsor; superada la vergüenza de las grabaciones de conversaciones privadas entre Camila Parker Bowles (ahora reina consorte), y Carlos –eran de 1989 pero se hicieron públicas íntegramente en 1993–, y atrás la ya apuntada penosa imagen que provocara la actitud de la reina a raíz de la muerte de Diana, Isabel II consiguió entrar en la década de los 2000 como una anciana venerable digna del respeto que merecen todas las abuelas.
De los famosos titulares de los tabloides de 1997 en los que le pedían “Muéstranos que te importa” [la muerte de Diana] o “Baja la bandera a media asta” como señal de luto y respeto, se pasa a las celebraciones entusiastas de los 80 y 90 años de Su Majestad –2006 y 2016– y la compasión y la devoción con la que todos los medios la tratan en el momento de la muerte de su marido, en plena pandemia durante abril del 2021. La democracia liberal más antigua y prestigiada del mundo se vuelve prisionera de su pasado y se rinde a la convención de un poder heredado por capricho de nacimiento. Nada más irracional; quizás, también, nada más británico, como la conducción por la izquierda o el mantenimiento del sistema de medidas imperial por encima del sistema métrico.
El listón muy alto
Isabel II ha dejado el listón muy alto a su hijo. Ha ejercido de reina de todas las reinas; de reina de película de los años 50 del siglo XX. Del blanco y negro pasó al tecnicolor, a la tele, al YouTube, al Twitter y al TikTok, y todo con envidiable buena salud. Incluso se prestó a participar en un gag de James Bond con motivo de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres de 2012. ¿Quieren más pruebas, de su popularidad, y del humor con el que los británicos se toman lo que consideran muy serio? O, incluso, ¿cómo son capaces de desdramatizar símbolos que parecen intocables?
Pero ahora, cuando los ramos de flores empiezan ya a acumularse a las puertas del Palacio de Buckingham, y a marchitarse inmediatamente; ahora, cuando devotos de la monarca como hay de la Virgen María de Montserrat o de Lourdes la lloran desconsoladamente, su misterio se revela de manera clara: ha tenido una vida plana, sin aristas, sin más emociones que las apuntadas, por los animales o por los yates reales, y sin más gesto que una sonrisa permanente como el que parece adivinarse en las monedas o los billetes de 5, 10, 20 o 50 libras.
La reina de Inglaterra ha muerto pero no formaba parte de la realidad sino de la realeza. No hay que llorar, pues. Ha sido un personaje de cuento de hadas con una función del todo simbólica, como la que tienen todos los personajes de los cuentos clásicos, como recuerda Bruno Bettelheim. El futuro de la monarquía británica, sin embargo, podría ser, a partir de ahora, no un cuento con final feliz sino la misma historia que la familia entera se empeñó en representar en la década de los 80 y 90 del último siglo. Si es así, su función simbólica dejará de tener sentido.
De momento, el último acto de servicio de Isabel II a la causa de la Corona y del Reino Unido es unir a los británicos en la representación del dolor; en la abstracción de un dolor por alguien a quien nadie o muy pocos conocían pero cuya cara estaba cada día por todas partes: en monedas, tazas de té o camisetas. Al fin y al cabo, Isabel II ha sido la marca más conocida del país desde 1952; el producto más exportable, el más universal y el más vendible: más que la Premier League y que James Bond. La reina ha muerto, God save the Queen!