¿Dónde están los inspectores de sanidad?
El martes por la noche, La Sexta estrenaba una nueva temporada de Pesadilla en la cocina, el programa en el que el chef Alberto Chicote supervisa restaurantes y bares con graves problemas de salubridad y economía para intentar darle la vuelta a la situación. El presentador es el primero en crear el conflicto, manteniendo una actitud que provoca peleas y humillaciones. La impertinencia con las camareras y la habilidad para confrontar a dueños y trabajadores garantiza la crispación que todo reality necesita para ser exitoso. La recreación visual en la suciedad extrema y el asco que da el almacenamiento de la comida es otro elemento que estimula el morbo y el impacto del programa.
En la primera emisión, Chicote iba hasta el barrio del Clot de Barcelona para remediar el Nicasso, un restaurante de caracoles y callos. El panorama, como es habitual, provocaba náuseas: cucarachas por todas partes que las camareras mataban chamuscándolas con un soplete, mierda por todas partes, comida podrida en la nevera, un gato paseando por la sala y el dueño durmiendo en el almacén, en medio de las botellas de vino y los utensilios de cocina. El sistema eléctrico estaba en una grave situación deficitaria y no hacía faltar ser experto para detectar que las instalaciones no cumplían los requisitos básicos que exige la normativa.
Cuando uno ve este espectáculo vomitivo en un restaurante de Barcelona es inevitable preguntarse por el trabajo de los inspectores de sanidad, porque parece imposible que un local de estas características se pueda mantener abierto en una ciudad de un país mínimamente desarrollado. La gestión que hacía el dueño tanto del establecimiento como del personal era más que dudosa y, de fondo, había muchos problemas que superan el alcance de un programa de televisión. Pesadilla en la cocina es un makeover show que vive del asco y de las discusiones, pero sin voluntad y con mucha crudeza, también pone de manifiesto aspectos que tienen que ver con los derechos laborales y la explotación de los empleados. Evidencia cómo en el ámbito de la restauración pueden malvivir propietarios y trabajadores sin ninguna formación profesional que normalicen la falta de higiene y las negligencias en la manipulación de alimentos sin que ello tenga consecuencias.
En el tramo final del programa llega la transformación. Como por arte de magia, descubrimos las reformas que Chicote ha llevado a cabo en el restaurante para mejorarlo. Se supone que también orienta al propietario en la forma de llevar el negocio. La tele se convierte en la creadora de un milagro. Dueño y trabajadores lloran emocionados por la nueva vida del establecimiento, como si el programa y no el propietario fuera el responsable de la limpieza de la cocina y el almacenamiento de los alimentos. Pero todo es solo una operación de maquillaje transitoria para resolver el espectáculo televisivo y no para salvar ningún restaurante. Es un show que vive de la incultura gastronómica que tan bien sobrevive en uno de los países del mundo donde dicen que se come mejor.