Artes escénicas

La amistad catalana más bonita de Alan Rickman

Historia de la relación que mantuvieron durante diez años el actor británico y la actriz Francesca Piñón

Barcelona–“Francesca, ¿me dejarías ver las postales que te envió Alan Rickman?” Me atrevo a pedírselo mientras volvemos en taxi del funeral de la querida Anna Pérez Pagès. “Sí, por supuesto, ven cuando quieras y te las enseño”.

Ésta es una historia extraordinaria. La historia de la amistad que mantuvieron durante más de diez años el actor británico Alan Rickman y la actriz catalana Francesca Piñón. Rickman, sí, el gran Rickman, el carismático profesor Severus de la saga de Harry Potter, el sheriff de Nottingham de Robin Hood, príncipe de los ladrones y el malvado Hans Gruber de Jungla de cristal. Pero también Love actually, Sweeney Todd, Michael Collins, Sentido y sensibilidad... Siempre era un regalo encontrártelo, la voz, la presencia, siempre creíble y verosímil. Y Francesca Piñón, actriz de gran personalidad y magnetismo, en El ministerio del tiempo, a Kubala, Moreno y Manchón y en la reciente 4 estrellas. Imposible olvidar a su monja, severa y seca, de Las niñas. Y el teatro, claro, imprescindible en el teatro catalán de los últimos treinta años. Sergi Belbel, Luis Pascual, Rosa Novell, Carmen Portaceli, Calixto Bieito, Juan Ollé, Ariel García Valdés, Javier Albertí... Lo han dirigido los mejores sencillamente porque ella es una de las mejores.

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Ya hace tiempo que conozco la historia. La explicó Marcos Ordóñez en un artículo en El País en enero del 2016. Aquel descubrimiento me conmovió y deslumbró. La historia de una amistad imprevista surgida tras coincidir ambos como actores en El perfume, la adaptación que el director alemán Tom Tykwer hizo del clásico de Patrick Süskind. Se rodó en Girona y ambos compartieron varias escenas. Él es el padre de la chica protagonista. Ella, la hostelera. Entre ambos surgió enseguida una conexión especial, una afinidad total cargada de coincidencias en gustos y aficiones. Coincidencias, algunas estrafalarias de tan imprevisibles, que fueron descubriendo con el paso de los días, de los años, que mantuvieron el contacto y le hicieron crecer, dedicándose cariño y confianza, con una tenaz relación epistolar en la que se explicaban la vida, inquietudes, proyectos, miedos y alegrías. Las postales, sí, las postales que contienen trazos, instantes de esta historia y que le he pedido a Francesca que me enseñe. Postales que escogían ambos cuidadosamente, debían ser especiales, con significado. Se escribían siempre con pluma estilográfica y en francés, la lengua en la que hablaban.

Excuse me, Mr. Rickman, but I don't speak english– le espetó Francesca el primer día que coincidieron, muerta de miedo por la fama de arisco que algunos desinformados le habían vendido.

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Don't worry, I don't speak catalán!– le respondió Rickman, mostrando, ya de entrada, calidez y proximidad.

“He visto El perfume en Múnich, eres una hostelera excelente. Te envío toda la fuerza”, le dice en una postal con una pintura de dos peces. Rickman era peces. Otra es un retrato de Lucien Freud, el artista por el que ambos sentían pasión. “He estado en Edimburgo y vengo de Nueva York. Mañana Obama puede ser presidente. Dedos cruzados por él y por todo el mundo”. Otra postal es la foto de una trabajadora de 1917, enérgica y empoderada, ideal metáfora de Rachel Corrie, el nombre que tanto les unió. Es la activista americana que murió asesinada por el ejército israelí en 2003 en la franja de Gaza mientras protestaba por el maltrato a la población palestina. El caso impresionó a Rickman, siempre dispuesto a ayudar a las causas en las que creía. Editó los diarios personales de Corrie y dirigió a Londres un montaje teatral. Le habría encantado dirigir a Francesca en este papel en un montaje en catalán. “¡Tienes que hacerlo! He hablado con el Royal Court y me han dicho que te van a escribir”. Ella lo intentó, removió cielo y tierra por los teatros catalanes. Pero nadie le hizo caso.

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"Como íbamos diciendo..." es el lema de otra de las postales. Es bonito, ese sentido de conversación interrumpida pero continuada, de la relación fraternal de dos personas conectadas hasta el tuétano: “Siempre decíamos que era como si nos hubiéramos conocido en una vida anterior”. Como el día en que Rickman le habló de un dibujante que había descubierto en una visita al MNAC y le había fascinado. No sabía pronunciar bien su nombre. Ella finalmente dedujo que se trataba de Pere Torné Esquius, uno de sus artistas preferidos. Me enseña el catálogo de Torné que tenía preparado para enviarle, pero ya no estuvo a tiempo. “Cómo reíamos! Nos lo pasábamos tan bien, eran tantas las afinidades”, rememora. “¡Vamos a comer! ¡Te invito! ¡Paga Harry Potter!”, y venga a reír. “Era un antidivo, una persona normal y corriente, podía ser muy sarcástico y al mismo tiempo muy tierno. Parecía que nunca podríamos parar de descubrir conexiones y coincidencias”.

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–Adoro Sylvia Plath, Francesca.

–Ah, sí? Pues yo hice Tres mujeres en el teatro!

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–¿Qué dices ahora? ¡Pero si yo lo intenté y no me dieron los derechos!

–¡Ja, ja, ja!

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–Por cierto, he oído hablar mucho de un director español muy bueno. Se llama Bieito o algo así.

–¿Calixto Bieito? Pero si es él quien dirigió Tres mujeres!

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No puedo creerlo, me tomas el pelo, ¿verdad?

Podían hablar durante horas de música, de poesía, de teatro. Pero también de las inseguridades, de política y también del miedo a la muerte. Se regalaban CDs, películas, libros, poemarios. Las postales son un pequeño tesoro para conservar toda su vida y rememorar de vez en cuando una amistad perdurable y única. Él siempre le decía que le recordaba mucho su amada Kate Winslet a los diecinueve años en Sentido y sensibilidad, que rodaron juntos. “Y yo siempre le decía que su coronel Brandon en el filme de Ang Lee es el que mejor le define de todos los que interpretó”. Hay muchas más coincidencias, algunas tristes. Rickman no le explicó que estaba enfermo y no se enteró hasta que murió por culpa de un cáncer de páncreas, la propia enfermedad del padre y el abuelo de Francesca.

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Una última imagen que me queda grabada en la memoria. Francesca saca dos fotos enmarcadas que tiene en su habitación. Una de ella y una de Alan. Ambos abrazan un busto de la diosa Talía, la musa del teatro. Dos idénticos bustos, numerados y de edición limitada, que sólo se pueden comprar en el Vaticano. El de ella, por cierto, es una herencia de Rosa Novell, amiga, confidente, compañera de mil aventuras teatrales. Un día, cuando Alan ya no estaba, descubrió que él también tenía una foto abrazado a Talia.

Emociona imaginar la conversación que habrían tenido para comentar la enésima coincidencia. A Francesca sólo le faltó poder regalarle una pluma. Un símbolo, elegante y sereno, de su amistad. Una pluma como la que fue de su padre y como la que él le regaló cuando cumplió veinte años. Me las enseña las dos, que guarda dentro de un estuche. "Siempre van conmigo, nunca me han abandonado". Las plumas y las postales, el catálogo, el libro de Corrie, el DVD de El invitado de invierno –el filme que él dirigió y que tanto quería–, el busto de Talia. Objetos llenos de vida y de memoria.

Francesca no desfallece. Quiere dirigir My name is Rachel Corrie y que sea éste el último regalo a su amigo querido. Y que el gran Rickman lo vea, desde donde quiera que esté. Se oirán los bravos de su voz profunda y un aplauso ensordecedor que le brotará de la misma alma.