Ballenas y paisajes gélidos: una ruta en coche por la Costa Ártica
El Artic Coast Way sigue siete penínsulas y los fiordos del océano Glacial Ártico y vincula las rutas del acantilado norte de Islandia en un viaje por carretera épico
Akureyri (Islandia)Whiteout, a veces traducido como tormenta blanca, es una situación en la que el blanco de la niebla, las nubes bajas y la nieve hacen que pierdas toda referencia espacial. También es el título de una novela de misterio del escritor islandés Ragnar Jónasson, uno de esos autores nórdicos que se han puesto de moda en los últimos años. Aquí y ahora, mientras recorremos en coche el norte de su país, en pleno invierno, subiendo un puerto de montaña por un tramo especialmente tortuoso de la carretera Arctic Coast Way, esta expresión meteorológica es angustiosamente acertada. A través de los parabrisas no veo absolutamente nada. Avanzar se hace difícil, ya que, en un terreno peligroso como éste, puedes acabar despeñándote o chocando con algún obstáculo invisible.
La única referencia para avanzar por la carretera nevada, en medio de la niebla espesa, son unos palos amarillos que, cada ciertos metros, marcan el límite del asfalto. Conduzco muy lentamente, a pocos kilómetros por hora, mientras mis compañeras de viaje, Eulalia y Elena, escrutan la blancura y, de vez en cuando, gritan: "¡Allí a la derecha hay un palo!" Corrijo la trayectoria enseguida para mantenerme en la vía y sigo poco a poco, hasta que ellas me indican el siguiente palo amarillo. Una señal que marca la diferencia entre permanecer en el asfalto, o despeñarse por un acantilado. Superado el puerto de montaña, ya bajando hacia la costa, la niebla esparce y el paisaje invernal islandés aparece en todo su esplendor: prados blancos, granjas y casas de colores, grupitos de caballos islandeses encantadores y un bonito fiordo al fondo con nubes amenazadores sobre el mar.
900 kilómetros por descubrir
La llamada Ruta de la Costa Ártica (Nor∂urstrandarlei∂ en el idioma local), es un recorrido de 900 km por carreteras del norte de Islandia, a veces con un único carril y una tercera parte de las cuales son pistas sin asfaltar. Se trata de un viaje plácido en verano, pero una verdadera aventura en invierno, cuando la nieve y el hielo lo blanquean todo. No os engañaré si les digo que me encanta conducir por estas carreteras solitarias y con desafiantes condiciones de frío, nieve, hielo y ventisca. Me gusta experimentar la salvaje de la naturaleza. Eso sí, es imprescindible estar bien informado de la previsión meteorológica, del estado de las carreteras (a menudo cerradas, hay una web específica), ser flexible en el itinerario, y llevar siempre al coche ropa de abrigo, comida y agua.
Éste era el quinto viaje que hacía con mi compañera Eulalia a Islandia, siempre en pleno invierno. Estos paisajes gélidos nos tienen enganchados. Pero esta vez era la primera en la que recorríamos el norte de la isla: unas tierras entre el océano y las montañas, de paisajes remotos y salvajes. Allí conviven los pueblos de pescadores, con las granjas y ganaderos; las ballenas y focas, con los cisnes y los halcones grifos; la historia con las leyendas; y el frío y los vientos gélidos, con las mágicas auroras boreales.
El Artic Coast Way recorre siete penínsulas y sus correspondientes fiordos del océano Glacial Ártico. Nosotros fuimos en marzo, y la temperatura media en Akureyri, la capital de la región, durante ese mes es de 0 °C, y puede llegar a bajar de forma puntual hasta los -23 °C. Como en muchos otros lugares de Islandia, los sistemas de calefacción de la ciudad se basan en el aprovechamiento de la energía geotérmica, tan abundante en esta tierra nacida y moldeada por volcanes.
Akureyri es también una de las localidades desde las que se realizan salidas al mar para la observación de ballenas, una afición cada vez más popular. En la vecina Húsavík se encuentra el Whale Museum, dedicado a estos grandes mamíferos marinos. Islandia ha sido -junto con Noruega y Japón-, de los pocos países del mundo que no ha respetado la moratoria en la caza de estos cetáceos que se acordó internacionalmente en 1986. Desde ese año, han matado a más de 1.700 ballenas. Aunque hace dos años el gobierno dijo que detendría la cacería en el 2024 (no por razones proteccionistas, sino porque dicen que el rendimiento económico que la sacan es cada vez menor), este año ha vuelto a dar 128 permisos.
En la península Vatnsnes se encuentra uno de los lugares más fotografiados del norte de Islandia, aunque el acceso no es fácil: el peñón de Hvítserkur. Este monolito oscuro —que algunos dicen tener forma de rinoceronte, otros de elefante y algunos de vaca—, se levanta en medio de una playa de arena negra. Se llega después de conducir treinta kilómetros de pista y bajar por un empinado sendero hasta la playa, sólo accesible en marea baja. Nosotros llegamos en marea alta y en medio de una gélida nevada, y por eso tuvimos que conformarnos con verlo desde un mirador arriba la costa. Lo que no esperábamos es que, al volver al coche, no pudiéramos abrir las puertas porque se habían congelado las cerraduras. Ni con el mando a distancia ni con la llave había forma de abrirlo, en medio de la tormenta de nieve y viento. Con temperaturas bajo cero, ningún coche a la vista y un hostal cercano cerrado, la situación no era muy halagüeña. Las opciones eran romper una ventanilla o caminar treinta kilómetros en aquellas condiciones hasta la carretera principal. Al final, a base de quitarnos los guantes y calentar la cerradura con el contacto de las manos desnudas, logramos abrirla. Es curiosa la sensación reconfortante y seguridad que proporcionan los pocos metros cuadrados del interior de un vehículo. Por suerte, en Islandia, en invierno, solemos llevar un termo con té caliente para recuperarnos del frío.
El lago de los mosquitos
Desde Akureyri condujemos tierra adentro hasta Godafoss, la Catarata de los Dioses, un salto de agua en forma de herradura de treinta metros de ancho. La gran cantidad de agua que cae tiene su origen en el glaciar Vatnajökull, el de mayor volumen de hielo de toda Europa.
De allí seguimos hacia el sudeste hasta el lago de Myvatn. Es un destino turístico en verano, aunque en aquella época está lleno de mosquitos. De ahí le viene el nombre (My = Mosca pequeña, vatn = Lago). En invierno es un paraje gélido y solitario y de mosquitos, ni uno. Por los días que teníamos que pasar, habíamos alquilado una cabaña y, llegados al lugar, nos costó encontrar a un ser humano que nos atendiera para darnos las llaves. Rodeados de paisaje volcánico, incluso con géiseres y otros atractivos, dedicamos unos días a recorrer la zona con calma, en coche ya pie, disfrutando también de la fauna de cisnes, anátidos, perdices blancas y halcones grifos.
Uno de los alicientes para visitar la región en la época invernal es la posibilidad de observar auroras boreales, este fenómeno luminiscente consecuencia de las tormentas geomagnéticas que se puede observar en las latitudes norte de nuestro planeta (en el sur son las auroras australes). Islandia no es que sea el mejor destino para observarlas, puesto que a menudo está encapotado. Pero si el cielo se despeja, la latitud es perfecto y, si somos afortunados, podremos observar las luces verdosas moviéndose en el cielo nocturno. Myvatn es un buen lugar para verlas, por lo que habíamos reservado tres noches. El segundo día nos cayó una buena nevada, pero por la noche se despejó y disfrutamos de un impresionante espectáculo de luces del norte, desde la misma terraza de la cabaña.
Pasado Myvatn ya no podíamos ir mucho más allá: llegamos a la remota cascada de Dettifoss un poco por los pelos, a causa del hielo en la pista. Y junto al cañón de Asbyrgi, de riscales de hasta cien metros de altura, serían las dos localidades más orientales que visitaríamos. Más al este, la carretera gira ya hacia el sur: la denominación Arctic Coast Way no va más allá.
La Ruta de la Costa Ártica no consiste sólo en conducir por carreteras desoladas: es una ruta para realizar poco a poco, descubriendo la naturaleza salvaje, la cultura, las historias y las experiencias que se pueden encontrar detrás de cada curva. Al recorrerla, uno tiene la sensación de haberse salido de los caminos más concurridos y convertirse en algo menos turista y más viajero.