Ni loca volvía a mis veinte años
No tengo puñeteras ganas de volver a tener veinte años. Con veinte años me miraba en el espejo y no me veía. Sólo me fijaba en todo lo de mi cuerpo y de mi personalidad que quería cambiar. Y aunque ya tenía la determinación de que me ha salvado el culo en tantas ocasiones, no la tenía tan entrenada ni tan bien enfocada. Tampoco era igual de valiente que ahora. Y vivía muchísimos más miedos e inseguridades. Menos que a los quince, pero un carro más que ahora. No tenía muy claro qué podía ser de mí en la vida, y todavía me quedaba por delante acabar de creerme que lo que intuía posible (dedicarme al guión y tratar de escribir un libro infantil algún día) podía ser real.
Cuando tenía veinte años no me tomaban en serio. O no tanto como ahora. Yo la primera. Y mi idea sobre las relaciones de pareja estaba muy, pero muy equivocada. No sabía de la misa la mitad y creí la historia que me habían contado. Y también ignoraba que podía haber otras formas de relacionarse, que no sólo hay un solo modelo. El término no-monogamia me habría sonado en coreano medieval. Y lo mismo sobre las mil formas de vivir la sexualidad. Madre mía. Ni loca volvía a mis veinte años. Me tuve que espabilar sola yendo a escondidas en un centro del Ayuntamiento de Barcelona de planificación familiar. No existía el concepto de sexoafectividad. Y aunque hubiera tenido más información y una educación como la que han tenido mis hijos, me da igual. La sexualidad de la que disfruto a mis cincuenta y seis años no quiero que me la quite nadie. No tiene punto de comparación con todo lo que te trae la experiencia. Qué disparate querer volver a los veinte años.
Qué pereza, por favor
Y lo mismo con los treinta. Me entusiasma haber dejado atrás los partos, las crianzas y esa locura estroboscópica que me hizo empezar a escribir libros a la vez que tenía hijos. Estoy más en paz ahora, con un mayor dominio de mi tiempo. Y sé escribir mejor. Y también sé lo que significan los libros y lo que no. Además, los treinta son esa décima maravillosa que podría llevar por título: "Bienvenida a la década del síndrome de la impostora". Y los cincuenta, el título de "Bienvenida a la década del síndrome del tíratelo todo a la espalda". Es evidente dónde quiero estar. Y también creo que me miro la maternidad de otra manera.
A los cuarenta tampoco quiero volver. No fueron unos años especialmente buenos. Pero estoy inmensamente agradecida a la mujer que con todas sus carencias y sufrimientos se atrevió a divorciarse. De hecho, estoy inmensamente agradecida a todas las Anna que he sido. También a la niña que sufrió un abuso. A la que se sentía sola. A la que se meía de reír con sus hermanos y con sus amigas de la escuela. La que soñaba con cantidades industriales. Y al adolescente gris que quería ser cualquier otra persona menos ella. Estoy muy, muy agradecida porque todas me han permitido ser quien soy. Pero ni loca volvería atrás. Qué pereza, por favor. Soy una gran admiradora del presente. Y valoro las ganancias y la mujer que soy. Y como digo a menudo: ¡siempre adelante!