Cine

George Lazenby: el 007 que quiso dejar de serlo

El actor australiano interpretó al famoso agente encubierto una sola vez, en '007 al servicio secreto de su majestad', antes de presentar su renuncia definitiva

BarcelonaPara un fanático de piedra picada de la serie fílmica 007, resulta imposible borrar de la cabeza el final de 007 al servicio secreto de su majestad (1969), cuando James Bond abraza la mayor tragedia de su vida. No voy a explicar cuál, claro: con Bond no se juega y menos se hacen spoilers, por mucho que la película tenga más de medio siglo y sea conocida internacionalmente. El rostro desencajado del agente secreto es el del australiano George Lazenby, que el pasado julio, con 85 años, anunció a través de X que se retiraba de la vida pública, que dejaba de asistir a actos, a firmas autógrafos ya responder a las llamadas de las docenas de clubs de fans de 007 que hay en todo el mundo. Desgraciadamente, no pudo decir que se jubilaba de la interpretación porque hace muchísimos años que la interpretación le jubiló a él. George Lazenby, la historia singularísima de quien dio una patada a la oportunidad de oro de su vida.

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En 1966, Sean Connery ya había mostrado notables y ostensibles señales de alarma: estaba de 007 hasta lo más alto. Desde el encasillamiento por el papel de agente secreto hasta la fama desbocada de que le había cambiado la vida. El rodaje de Sólo se vive dos veces en Japón fue la gota que colmó el vaso. El actor escocés no podía literalmente dar un paso por la calle sin recibir el pressing de cientos de fans que le abordaban con actitud asustada. Lo llevaba ciertamente mal. Y dio un paso al lado. Hizo saber a los productores, Albert R. Broccoli y Harry Saltzman, que debían buscarle un sustituto. Esto llegó a las orejas de un joven australiano de 27 años, nacido en Canberra, que ya hacía tiempo que vivía obsesionado por el personaje de James Bond. Se llamaba George Lazenby y había trabajado de vendedor de coches de segunda mano y había hecho de modelo ocasional de publicidad -el anuncio más conocido era de chocolatinas-, tenía muy buena planta, era atlético y mostraba ganas de comerse el mundo. Al fin y al cabo, Connery llegó a Bond después de ser Mister Univers. Lazenby se compró un reloj de lujo como los que lucía Bond —un Rolex Submarinero de 1965, nada menos— y un vestido que alguien le había dicho que Connery se había llegado a probar, pero que finalmente no se había quedado .

Se presentó en el casting organizado en Londres y, viendo la cola de candidatos, se coló descaradamente y encajó la mano de los productores con un contundente: “Soy Bond, James Bond”. Ese atrevimiento les encantó y decidieron pasar por alto el hecho de que los engatusara con mentiras piadosas para inflar su inexistente currículum de actor. No les fue complicado averiguar que aquellos filmes que aseguraba haber rodado en países del este de Europa y en el Sudeste Asiático era pura invención. Este detalle, que demostraba la seguridad en sí mismo y las ganas irrefrenables de Lazenby por ponerse el traje de James Bond, hizo mucha gracia a Peter Hunt, el director escogido para la nueva entrega y que ya conocía bien la zaga, no en vano había sido el montador de los filmes anteriores de la franquicia. Pues bien, en efecto un friki venido de Australia con una mano delante y una detrás era el nuevo agente secreto británico con licencia para matar. ¿Quién dice que los sueños, por muy rocambolescos que sean, no pueden hacerse realidad?

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Un reto para un actor no profesional

Y el sueño se acabó, como quien dice, aquí. Cuentan quienes fueron testigos del rodaje que Lazenby afrontó el reto con cierta altivez y se topó enseguida con un Hunt que ni mucho menos estaba dispuesto a otorgarle nada parecido al estatus de estrella. Más bien al contrario: ensayos sin cesar, órdenes de rodaje transmitidas por subordinados y ausencia de camerino propio en los primeros días. El filme suponía un evidente cambio de registro en el papel protagonista. Quería lavarse la cara a un personaje con clarísimas connotaciones machistas y demasiado violento, sin alma, un acumulador de conquistas, casi un maltratador que se redimía —o eso parecía— gracias a los buenos servicios a la Corona británica en pleno despliegue de la Guerra Fría . Con esta intención, el Bond de Lazenby debía ser más sensible, más simpático, tener más dudas —de hecho, al principio del filme entrega a M su dimisión— y mucho menos pétreo. Lazenby parecía encajar en el perfil, pero, no lo olvidemos, era un actor no profesional. Si te paras a pensar, tenía aires de despropósito. El propio Lazenby explicó, muchos años después, que los productores llegaron a dudar de su sexualidad, le veían poco viril y, durante un descanso del rodaje, le enviaron a una chica a la habitación del hotel para ponerse lo a prueba. “Diría que entonces sí quedaron convencidos”, quiso quitar hierro a la cuestión, pero se mire cómo se mire la conducta fue indecente.

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Y así se sintió, tratado como un muñeco de feria al servicio de una trama de espionaje y contra el archienemigo de Bond —un fabuloso Blofeld encarnado por el gran Telly Savalas—, todo enfocado para que Bond encontrara, por fin, al amor verdadero en los brazos de una condesa corsa a la que da vida Diana Rigg. Lazenby tampoco puso mucho de su parte. En otra pausa del rodaje, visitó una armería cerca del lugar del rodaje y el dueño insistió en regalarle una pistola. Con algunas copas de más, el actor probó el arma improvisadamente y sin riesgos, todo hay que decirlo, pero en su cabeza iba creciendo la idea de que todo aquello era un gran error. El filme, a pesar de todos los obstáculos, es uno de los preferidos de muchos fanáticos de la saga que no podemos evitar pensar qué hubiera pasado si Lazenby no hubiera rasgado en la cara de los productores su contrato que le unía a Bond durante siete filmes. Parece una locura, ¿no? Parece que la explicación definitiva llegó cuando el actor conoció a un empresario irlandés muy vinculado con la creciente y explosiva contracultura británica de finales de los años 60. Él le metió en mente ideas sobre el movimiento hippy y la paz mundial en tiempos de la Guerra Fría y que lo que hacía —de 007— no tenía nada que ver con los ideales que debían gobernar el mundo. Lazenby renegaba públicamente de Bond y se presentó en el estreno mundial deEn el servicio secreto de su majestad con melena larga, barba y vestimenta poco adecuada para la elegancia british del acto. Toda una declaración de principios.

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Él mismo se había construido su sueño y unos meses después le hacía estallar por los aires. Tenía otros planes. Quería participar en filmes como Easy Rider, afines con el hippismo y con los postulados de grandes eventos como Woodstock. Le habían propuesto una idea golosa, formar tándem artístico con la estrella de las artes marciales Bruce Lee, entonces una personalidad cinematográfica a nivel mundial. Pero Lee murió de forma repentina y rodeado de misterio y el plan se fue al garete. Parece mentira e incluso duele pensar en ello, pero la carrera posterior de Lazenby fue un desastre colosal, sin paliativos. Ningún filme, ninguno, protagonista a la altura de su debut en el cine. Un puñado de series B y subproductos diversos y el más desesperado de los olvidos. Ha vivido toda la vida del recuerdo de 007. “No ha sido una decisión fácil, pero ha llegado el momento de anunciaros su retirada. A partir de ahora, no participaré más en ningún otro acto público, ni concederé entrevistas ni firmaré más autógrafos. Ha sido un viaje divertido, pero hacerse mayor no es demasiado divertido. Quiero concentrarme en pasar más tiempo con la familia. Envío la gratitud más sincera a todo el mundo por su amor y apoyo a lo largo de los años. Lo ha sido todo para mí”.