¿Hay que aplaudir mucho rato si nos ha gustado el espectáculo?

Hace tiempo que en los festivales de cine se ha puesto de moda calcular la duración de los aplausos después de la primera proyección de una obra. Este año, los medios de comunicación repetían la cifra de los 17 minutos de ovación a Pedro Almodóvar por The room next door como un argumento para certificar la calidad de la película. No es la primera vez que ocurre. Ni siquiera es el filme que más tiempo ha mantenido el aplauso activo. Según el recuento de las revistas especializadas, el récord se lo lleva El laberinto del Fauno de Guillermo del Toro, en 2006, en el Festival de Cannes. Hasta 22 minutos aguantó al público aplaudiendo, en tan desmedida efusividad que solo puede entenderse como un acto de tortura para la audiencia. La sigue Fahrenheit 9/11. El documental de Michael Moore sobre los atentados del 2001 en Estados Unidos arrastró a los espectadores a 20 minutos de aplausos.

La Biblia ya menciona el acto de aplaudir como una muestra de júbilo. El gesto parece tener un origen más bien de instinto simiesco. Sin embargo, la costumbre de celebrar un espectáculo aplaudiendo lo hemos heredado de la Antigua Roma. Actualmente, la manía de cronometrar los aplausos es más bien dudosa. No sabemos quién se encarga de mirar el reloj. Al igual que la piña del revés en el carro del Mercadona, hemos comprobado la facilidad con la que los medios de comunicación se convierten en loros de repetición de curiosidades de rigor cuestionable. La alegría por un evento cultural se está convirtiendo en un ejercicio de cálculo para juzgar la película. Diecisiete minutos de aplausos son antinaturales. Llega un punto en que la persistencia pierde el sentido. Más aún cuando tan solo hace falta algo de experiencia para manipular al auditorio: se puede hacer aparecer en el escenario a un responsable que sostenga el ejercicio de muñecas, o el homenajeado astuto puede sostener largamente ante el público. En cambio, el encargado de luces de la sala puede decidir descabezar la magia de la emoción encendiendo los focos de platea para irse antes a casa, como si fuera la hora de cerrar la discoteca.

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También hemos sido testigos, en múltiples ceremonias, de la crueldad del aplaudímetro. Un caso paradigmático es el vídeo de las necrológicas, donde el público presente reparte el diploma de muertes de primera, segunda y tercera categoría en función de la afectación que le provoca la ausencia de cada difunto. Hace unos días, en el Liceu, en una gala que congregaba a los ballets de grandes compañías, la efusividad extrema del público con varios bailarines fue como comunicar al resto que su actuación había resultado mediocre. Por otra parte, la presencia de los equipos de las películas en la sala también hace que el apasionamiento se desencadene repentinamente para barrer el éxito para casa. Ahora que ha salido la cifra del récord histórico del teatro catalán con más de tres millones de espectadores, quizá sea el momento de reconocer que, en algunas funciones, hay un sector del público que tiene tendencia a ponerse de pie demasiado fácilmente para aplaudir, no tanto por la emoción como para convencerse de que el precio de la entrada ha merecido la pena. Ahora estamos obligados a extasiarnos, porque todo lo que no conlleve una afición extrema es sinónimo de decepción o mediocridad.

Calcular los minutos de aplauso reduce el valor de la película a una cantidad exacta, limita la posibilidad de interpretarla. Es un acto de tiranía para decirle al público qué tiene que pensar cuando la vea, que tiene el deber de entusiasmarse, adocenando al público a una reacción común. Perdemos el acto de sinceridad, de espontaneidad emocional. Pura mecánica. Un exigente ejercicio de resistencia de brazos para convertirse en autómatas ante una obra de arte.