Historia de un engaño con final feliz
Cuando él la dejó en el quinto mes de embarazo, Ágata pensó que el mundo se le hacía añicos
Cuando él la dejó en el quinto mes de embarazo de su hijo, Ágata pensó que el mundo se le hacía pedazos. El primer trimestre de vomitadas, pinchazos en la barriga y dolores de cabeza persistentes no eran ni mucho menos lo peor que iba a venir. Claro que entonces no lo sabía. No había intuido señal alguna que le advirtiera del desastre. El desastre vino en forma de mensaje de WhatsApp fuera de horas un día en que él se dejó el teléfono en casa, accidentalmente, para ir al gimnasio. Ella le cogió el móvil justo en el momento en que la pantalla se iluminaba –juraría que de una manera diferente que las otras veces, y por eso le llamó la atención– y se encontró una conversación inoportuna y ajena. La de su hombre con una desconocida, otra mujer, a la que le decía que la añoraba, que tenía ganas de verla y de repetir "lo tan excitante" de la otra vez. Que pronto encontraría un momento para poder ir a pasar un rato con ella, pero que Ágata (sí, la mencionaba a ella como si la otra persona estuviera al caso de que había Ágata y supiera todas sus circunstancias) estaba pasando unos días complicados porque no estaba muy bien. Ágata pensó que que él explicase sus interioridades a alguien desconocido aún le dolía más que el objetivo verdadero que se escondía detrás de aquella conversación, que ella intuyó y se negó a la vez.
Intentó hacer ver que no había leído lo que había leído, pero tenía el estómago totalmente removido, y el feto que le estaba creciendo dentro no tenía nada que ver. Pero no le dijo nada a él. Pensaba que esa criatura que llevaba dentro sería la mesa de salvamento de un matrimonio en crisis que ella ni siquiera había sospechado.
Pasó un mes de ese descubrimiento. Ágata empezó a encontrarse mejor, a tener una fuerza descomunal, a tener ganas de hacer muchas cosas. Y cada vez era más consciente de que su marido alargaba reuniones, le salían más congresos de la cuenta, o subía a dormir más tarde de lo normal trabajando en el despacho que tenían en la planta de abajo. Ella hacía ver que no lo veía. El autoengaño es una especie de fuga, provisionalmente útil.
Hasta que un día, ella estaba de cinco meses y medio, él le dijo que no podía más. Que se había enamorado de otro. A través de Facebook, le dijo. Alguien que había ido a su instituto y que le había localizado y que se estaban conociendo, pero que estaba muy enamorado. Y que le sabía mucho porque no era el momento, ya lo sabía, ella embarazada, pero que había cosas que no se podían controlar. Y que aquél era su momento, porque nunca se había oído cómo se sentía y que necesitaba explorar (sí, utilizó la palabra explorar) esa opción, porque sólo tenemos una vida y la vida debía vivirse. Y que no se preocupara por la criatura, que él cumpliría con sus responsabilidades y ejercería de padre. Y aunque no fue de manera inminente, un día hizo la maleta y se marchó con esa oportunidad que le iba a descubrir una vida deseada.
Es cierto que pasado el disgusto y la hecatombe, y después de parir a la criatura, el hombre hizo lo que le había prometido a Ágata. Nunca faltó a sus deberes como padre y con ella llegaron a establecer una relación muy parecida a la amistad. Con la nueva pareja, dos años después también tuvieron una criatura y su hijo tuvo un hermano sobrevenido con el que crecieron juntos y se llevaban bastante bien cuando coincidían en las visitas programadas.
Aquel hijo hizo muy feliz a Ágata. Era un niño fácil, listo, bonito, tranquilo. Aprendieron una vida juntos y no necesitaban mucho más. Los días que el niño estaba con su padre, un fin de semana cada quince días, como habían pactado, ella aprovechaba para cenar con sus amigas o ir a hacer retiros de yoga en lugares apartados. Era un perfecto equilibrio.
Un día recibió un whatsapp de ella. De la pareja de su exmarido. Le dijo que las cosas hacía tiempo que no funcionaban entre ellos, que le veía muy ausente, que creía que las cosas no le iban bien. Quizás era el trabajo, quizás era la crisis de los cincuenta, quizás era su insatisfacción permanente. Le pidió quedarse para tomar un café y charlar un rato. Quedaron. Se vieron. Hablaron mucho. Y se entendieron como si se conocieran de toda la vida. Por un momento se olvidaron de quiénes eran, de la posición que ocupaban respecto a la otra. Si las circunstancias hubieran sido otras, si se hubieran encontrado en algún otro sitio, de alguna otra forma, o en algún otro momento de la vida, se habrían hecho amigas al instante. Fue una sensación que tuvieron ambas.
La siguiente vez que quedaron Ágata y ella, apenas ellos se habían dado un tiempo de descanso para ver cómo iban las cosas. Un tiempo que se prolongó hasta la separación definitiva, como le explicó ella.
De eso hace ya cuatro años y ellas se han convertido en inseparables. Van de vacaciones juntas, celebran las fiestas de Navidad como una gran familia, llevan a los niños a la misma escuela y les recoge una u otra según su trabajo. Se han elegido, se saben leales y se han olvidado por completo de quién o qué las dio a conocer.
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