Salud mental

Robert Kolker: "Quizás hoy los Galvin no habrían podido vivir en secreto la esquizofrenia de seis de sus doce hijos"

Periodista

Al periodista y escritor norteamericano Robert Kolker le interesan las familias, “sobre todo las que estén en un momento de crisis”. Como los Galvin, una familia asolada por la enfermedad mental: 6 de los 12 hijos (10 chicos y 2 chicas) sufrieron esquizofrenia. Mientras Don y Mimi intentan mantener la imagen de familia modélica de puertas afuera, dentro de casa se viven episodios de violencia, vejaciones o abusos sexuales. A ratos, la lectura de Los chicos de Hidden Valley Road (Periscopio) incomoda, pero al final es imposible no sentir empatía por una familia que tardó tantos años en encontrar ayuda. Don y Mimi, encarnación del Sueño Americano de la época, vieron caer enfermos, uno tras otro, a sus hijos, y vivieron la enfermedad con culpa y con vergüenza hasta el punto de esconderla, con consecuencias nefastas, a su entorno. Kolker ha dedicado tres años a la elaboración del libro, que se completa con el relato científico de la esquizofrenia, igual de sorpresiva que la historia de la familia.

¿Qué le interesó de la familia Galvin? ¿Qué lo impulsó a escribir este libro?

— Intento hacer periodismo sobre personas en crisis o familias que pasan por dificultades, gente que no sale en las noticias. Me atraen las historias que tienen dos lecturas: los giros de la historia en sí y la historia subyacente que vas descubriendo. Y en el caso de la familia Galvin era evidente que cumplía los dos requisitos. Todo lo que le pasó a la familia, por un lado, y la historia de la ciencia y la investigación en esquizofrenia, por el otro. Las dos hermanas Galvin buscaban a un periodista independiente que quisiera hablar de su familia y explicar esta historia, y un amigo les habló de mí.

¿Por qué cree que las dos hermanas Galvin, Lindsay y Margaret, necesitaban explicar la historia de su familia?

— Creo que buscaban una manera de que su experiencia tuviera sentido. No necesariamente darle un final feliz, pero sí que no fuera solo una vida caótica sino una vida de la que se pudiera extraer alguna lección. Una vida que pudiera inspirar a otras personas con enfermedades graves. Que sirviera para que sus familias sientan que pueden salir de la oscuridad, combatir el estigma, dejar de esconderse y buscar ayuda. Me parece que esto era lo más importante para ellas. Además, tenían mucha curiosidad para saber si había una causa genética que explicara la enfermedad de la familia. Cuando empezamos el libro no lo sabían y las ayudé a investigarlo.

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Seis de los doce hermanos no desarrollan la enfermedad. Pero mientras que unos se alejan de la familia, los hay que vuelven y se vuelcan en ella, como Lindsay, la hermana más pequeña y una de las que más sufrieron. ¿Por qué?

— Yo también me lo pregunté. Otra persona se habría marchado a otra ciudad, habría enviado una postal por Navidad y poca cosa más. Pero ella volvió. Y el lujo de tener tantas páginas para explicar la historia familiar me permitió ver cómo su actitud fue cambiando a lo largo de los años. A los 17 años estaba dispuesta a cambiarse el nombre y no volver nunca a esa casa. ¿Cómo haces esta transición? ¿Y cómo ayudas a los lectores a entenderlo?

Es inevitable preguntarse por qué Mimi y Don tuvieron doce hijos, cuando ella, además, pone en riesgo su salud.

— Se me plantearon diferentes posibilidades. En esa época no era tan insólito tener tantos hijos. Pero otra opción es que a los dos esto los hacía sentir especiales. Sobre todo a Mimi, que era una persona extremadamente inteligente, muy culta y muy leída, y que dejó la universidad para formar una familia. Por lo tanto, es diferente renunciar a una formación para educar a dos hijos que para educar a doce. Cambia, sobre todo, la percepción que la gente tiene sobre ti. Y creo que a él también le gustaba verse como especial.

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Algunos de sus hijos sanos explican que siendo doce hermanos se sentían como un número. ¿La crianza de tantos hijos los sobrepasó?

— Tomaron algunas decisiones que tuvieron consecuencias terribles sobre algunos de los hijos. Decidieron que a los hijos enfermos los tendrían muy cerca. En este sentido, como padres fueron unos héroes. Pero eso también quería decir que los otros hijos quedaban desatendidos o corrían peligro. Y decidieron negar las consecuencias negativas de la enfermedad. Y las tuvo, sobre todo para las hermanas, que acabaron siendo víctimas de abuso sexual. Por lo tanto, ni de lejos eran padres perfectos y cometieron grandes errores. Pero tenían pocas opciones a su alcance, se sentían atrapados. No puedes perdonar fácilmente lo que hicieron, pero entiendes algo mejor el contexto.

Cuando la esquizofrenia empieza a manifestarse en sus hijos mayores, Don y Mimi optan por no explicarlo, poniendo en riesgo a personas de su propia familia.

— Para mí este fue un aspecto muy penetrante y sobrecogedor. Tienes una familia que cree que lo ha hecho todo bien y, de repente, empiezan a pasar desgracias que no entienden. Concluyen que si lo explican toda la familia saldrá perjudicada. Había motivos para pensarlo: era una época en la que la culpa de las enfermedades mentales se atribuía a los padres. Y estos secretos se van acumulando y acaban descontrolados.

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El peso de la enfermedad lo carga, sobre todo, Mimi, a la que durante un tiempo hicieron responsable, puesto que una de las teorías que explicaban la esquizofrenia atribuía la culpa a la madre.

— Sí, es una injusticia tremenda y un error garrafal que cometió la psiquiatría, pero era una época en la que la niñez tenía que ser la respuesta a cualquier enfermedad psicológica. Y el artífice de esta niñez representaba que era la madre. También pasaba por misoginia. Y no era solo la esquizofrenia. También se atribuía a la madre la neurosis o la homosexualidad, que en aquella época se creía que era una enfermedad mental. Al final, todo era siempre culpa de la madre. Y Mimi se sintió atacada durante mucho tiempo.

¿Los Galvin se sintieron abandonados?

— Sí, pero en parte se lo habían impuesto ellos porque los padres tomaron la decisión de esconder la enfermedad y que todo fuera secreto. Los hijos entienden por qué los padres lo hicieron así y ahora, con perspectiva, se dan cuenta de que muchas personas con problemas mentales pasaron situaciones parecidas. El sistema sanitario no los cuidó lo suficiente.

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Al final, todos son víctimas -los padres, los hijos enfermos y los sanos- de un sistema sanitario que no tenía respuesta adecuada para la esquizofrenia. ¿Cree que ahora tenemos una visión diferente hacia la salud mental? Al menos desde la pandemia hablamos más de ello.

— Sí, en este sentido soy optimista. Tengo 53 años y cuando era pequeño nadie hablaba de depresión o de trastorno bipolar. Eran grandes secretos. Y ahora se habla de ello. Las familias ya no esconden estas enfermedades. Y espero que la esquizofrenia sea la próxima de estas enfermedades de las que se pueda hablar abiertamente. Confío en que el libro ayude.

He aprendido mucho sobre la esquizofrenia leyendo su libro. Y me ha sorprendido los pocos adelantos que se han hecho. Sigue sin haber una cura o un tratamiento efectivo.

— Usamos prácticamente los mismos fármacos que hace 50 años. No me lo creía. Pensábamos que estábamos mejor, pero no, no ha habido ninguna gran innovación. Y quizás los fármacos palian un poco los síntomas pero tampoco de manera significativa, y esto es una tragedia que podemos decidir encarar o ignorar. Queda mucho por investigar. Durante muchos años la comunidad científica no ha sido motivada para innovar. Durante años los científicos han discutido sobre si la causa es innata o adquirida y todavía no lo sabemos. No sabemos si es una sola enfermedad o varias. Pero soy optimista. Si bien desarrollar nuevos tratamientos farmacológicos es caro, he conocido a personas que siguen investigando.

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Después de conocer a los hermanos Galvin y escribir este libro, ¿ha cambiado la manera en la que ve a los pacientes con enfermedades mentales?

— Sí. Antes cuando veía a personas con trastornos mentales en la calle pensaba que era un problema político. Pero desde que empecé a trabajar en el libro sé que cada una de estas personas tiene una historia, una familia. Son el hijo o la hermana de alguien, personas a las que les han pasado cosas... Y depende de nosotros verlos así.

Si los hermanos Galvin hubieran nacido hoy, ¿las cosas habrían sido diferentes?

— Creo que habría habido más vigilancia sobre la familia. Ahora los maestros tienen la responsabilidad de avisar si ven algún comportamiento extraño, y esto en los Estados Unidos de los años 60 no pasaba. Quizás no habrían podido vivirlo en secreto. Y las opciones que hoy tendrían no habrían sido tan brutales. Tendrían más servicios a su alcance. En esa época o enviabas a tu hijo a un psiquiátrico donde cerraban la puerta y ya no lo veías más o ibas tirando como si no pasara nada. Ahora hay soluciones intermedias. Donald, el hermano mayor, tenía 16 o 17 años cuando empezó a mostrar síntomas de esquizofrenia y no empezaron a tratarlo hasta los 25. Son muchos años de brotes psicóticos sin tratamiento. Quizás su vida habría sido diferente.

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¿Cómo fue el proceso de escritura para ligar los puntos de vista de todos los hermanos?

— Muchas de las cosas que preguntaba a la familia habían pasado hacía décadas y solo una guardaba un diario. Primero tenía que entender cuándo había pasado cada cosa y hacerlo desde las diferentes perspectivas. Fue como unir un rompecabezas de 10.000 piezas. Y también tenía que pensar cómo redactar la parte de la investigación médica. A mí me gustan los libros de no-ficción que abordan temáticas difíciles pero de una manera que no tienes nunca la sensación de que sea un manual de texto. Me gustan los libros en los que obtienes la información técnica en el momento en el que la necesitas y solo en la cantidad necesaria para que no desconectes de la historia principal, y esto es lo que he intentado hacer.