Amor y pimienta

"No puedo perder a nadie más": una historia de amor imposible

Él era el conserje. Ella iba con la niña a buscar a su hijo pequeño a la escuela

—Quería llegar aquí y decirte que era mejor que no nos viésemos más. Enfriarlo todo. Poner distancia. Pensaba enviarte un mensaje y decírtelo por escrito, pero después he creído que era mejor vernos una última vez y decírtelo cara a cara. Quizás simplemente es que necesitaba verte.

—¿Y si yo no quiero enfriarlo? ¿Y si yo necesito verte? ¿Y si pienso que al menos quiero intentarlo?

—No es posible. Lo sabes perfectamente. Lo sabes perfectamente. Tenemos más que perder que ganar. Y perdemos del todo. Lo perdemos todo. Ya no puedo perder más.

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No saben cómo han llegado a este punto. Ni él, ni ella. El momento antes del abismo. Ese segundo que lo cambiará todo: el ciclo de las cosas, el significado de la relación, el curso de la historia. La forma en que sonarán las letras de las canciones a partir de entonces. Cómo interpretarán los gestos, qué gusto tendrán las palabras. Se miran los ojos intentando convencerse y evitando el contacto de las manos, de la piel. Evitar el contacto imantado. Creen tener la verdad, pero simplemente es una fabulación, una construcción hecha a medida que les sirve para darse la razón. Al menos ahora, dentro de un tiempo sólo pensarán en lo que no se dijeron y que hubiera podido cambiarlo todo.

Hace tiempo que se conocen. Hace tiempo que se han acostumbrado el uno al otro. De forma anecdótica, casi. La coincidencia en ese parking descubierto en las afueras del pueblo, cerca de la escuela, donde aparcan los padres que van a buscar a los niños. Ella siempre aparcaba en el mismo sitio, cerca de la entrada. Le iba bien para bajar a la niña. Coincidían a la misma hora, los mismos días. Él le ayudó una primera vez. Luego otra, y después otra. Cogía a la niña en brazos, despegaba su cuerpo pequeño, delgado y desgarbado; ella la cogía por detrás de la nuca con la mano torcida y los dedos cerrados y él la colocaba sobre la silla de ruedas. Le llamaba mariposa. Ella sonreía mientras le caía una baba por la comisura de los labios.

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No hablaban mucho más que cuando se encontraban. La niña, la silla de ruedas, la mariposa. Vuela vuela. La niña se reía, la madre se reía. Él se reía.

Él era el conserje. La persona que se cuidaba de abrir y cerrar la escuela. De arreglar las cosas desgarbadas y de poner orden en el desbarajuste. Ella iba con la niña a buscar a infantil al hijo pequeño, que salía como una bala en cuanto la maestra detectaba a su madre en la cola de la recogida.

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Él era el conserje, y la maestra era su pareja desde hacía cinco años y medio. Estaba embarazada de cuatro meses. Ella, por su parte, se las arreglaba con la niña y con el pequeño como podía, y en especial cuando el hombre la dejó porque decía que no podía soportar tanta desgracia en forma de carga. Desapareció y le dijo que no era la vida que había imaginado. Huyó y ella nunca supo nada más.

De todo esto hace ya mucho tiempo. Él y ella pasaron de la anécdota a la necesidad. Incluso en el largo tiempo después de que la mariposa arrancara el vuelo. Cuando pasó ella estuvo muchos meses sin volver. Otra madre le recogía al niño. Él seguía en la entrada, por si acaso. Por si volvía. Para deshacer la inquietud de todas las posibilidades que justificaran su ausencia.

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El día que la vio llegar con el coche sin otro ocupante se le revuelve la barriga. Se miraron por encima el capó del coche. Él despegó inconsciente los brazos hacia arriba con la esperanza de sentir la ligereza de un peso inexistente. Ella le vio el gesto y diría que lloró. La sustituta de la maestra que estaba de baja tras parir llamó al niño que salió disparado hacia su madre.

"Sube al coche, corre. Ahora vengo", le dijo ella.

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Se vuelve, mira el conserje y le dice que no volverán a verse.

"Es lo mejor para ambos. Ya no puedo perder a nadie más".