"Cuando era el turno, hablaban más de la cuenta, hasta que alguien de la fila se quejaba"
Hace tres temporadas que Jordi trabaja como suplente en una entidad bancaria de Arbúcies durante los meses de verano
Hace tres temporadas que Jordi trabaja como suplente en una entidad bancaria de Arbúcies durante los meses de verano. Cubre así las vacaciones del personal fijo dos meses intensos. A él ya le va bien, porque cobra un buen sueldo, un sueldo de empleado de banca filtrado por una ETT, pero un buen sueldo al fin y al cabo, que le ayuda a pagar sus estudios en la universidad.
Es un trabajo que no le trae demasiados quebraderos de cabeza ni es especialmente difícil para alguien que tampoco piensa dedicarse a este sector a la larga. Básicamente, realiza reintegros e imposiciones; es decir, da dinero y hace ingresos. También cuenta las monedas de los comercios de la orilla, los deposita en sus respectivas cuentas corrientes, abre libretas y cuadra caja. No hace préstamos, ni vende productos, ni realiza operaciones complejas, que esto es cosa del subdirector y de la directora de la oficina, que se combinan las vacaciones, un mes cada uno. Sin embargo, tanto él como su compañero desde la otra ventanilla no paran ni un momento, porque al final la gente del pueblo, más bien mayor, vienen a buscar los "dineretes" para ir a hacer la compra en el mercado o en mirar si ya les han ingresado la pensión o simplemente a charlar un rato, que el banco y la farmacia son lugares más concurridos, según a qué horas, que la plaza Mayor.
Jordi se sabe el nombre de todos, les trata con familiaridad y con un punto de socarronería que a ellos les encanta porque les hace reír y al mismo tiempo les hace sentir especiales. Por eso la clientela fiel la han adoptado como el “cajero vivaracho y guapo” que ya esperan cada verano con candelas.
Quizá por eso, cada año, es él mismo quien pide aquella oficina de Arbúcies. No quiere otra. Y da igual los tres cuartos de hora que tiene que hacer cada mañana para llegar a sitio y los otros tres cuartos de hora que después necesita para volver a casa y comer a las once y media antes de que la canícula veraniega la aturde en una siesta generosa.
Hace una hora que ha terminado de desayunar en el bar del lado del banco y lleva un buen rato sin levantar la cabeza del ordenador y con una cola que llega hasta la puerta de la entrada. Su compañero de fatigas está igual que él pero va más lento porque es su primer año trabajando como suplente. Paquita hoy está especialmente charladora. Acaba de tener su cuarto nieto, del hijo que vive en el extranjero, y le ha traído fotografías incluso. Esto ha hecho que la cola se acumulara más de la cuenta. Además, es viernes de fin de mes, y los pensionistas que tienen domiciliada la ayuda en aquella entidad ya la tienen ingresada. Uno tras otro pasan por ventanilla para comprobar que todo esté en orden. Saben hacerlo por el cajero, pero Jordi es tan eficiente y amable que le prefieren en la máquina impersonal del vestíbulo. En un momento que Jordi mira al fondo para calibrar la cola que tiene delante, la ve a ella al final de todo, le da un salto el corazón y empiezan a sudarle las manos con los billetes que está contando. Es Laura. Desde el pasado verano que no la veía. Se ha cortado el pelo y está preciosa. Le sonríe desde detrás de todo de una única cola que se desdobla en una ventanilla o en la otra una vez llega el turno. Jordi calcula, con una agilidad mental digna de una tortuga ninja, los seis clientes que hay entre su posición y Laura, el tiempo que debe dedicar a cada uno de ellos ya sus peticiones, una vez haya terminado de despachar lo que tiene ahora frente al cristal blindado que, cree, era el más problemático de todos. Éste lo nota especialmente nervioso y le bromea: "¡Niño! ¡A ver si nos concentramos en el trabajo, que hoy tienes la cabeza en Can Pistraus!"
Jordi nota cómo se le aceleran las palpitaciones, cómo le cuesta más concentrarse, cómo pierde la paciencia. Sólo está pendiente de si su compañero va más rápido que él despachando al personal. Mientras, la cola avanza.
Laura llega a la segunda posición y Jordi está a punto de terminar su cliente, pero si acaba ahora, tendrá que quedarse con el hombre que hay justo delante de él y, por tanto, empieza a buscar disculpas con lo que tiene en marcha. Que si falta actualizar la libreta, que si la semana pasada no pensó en darle el bolígrafo de regalo para el nieto al que el hombre abrió una nueva cuenta.
Hace tres veranos —Jordi ha vuelto a ese momento de fantasía, una y otra vez—, que él abrió su primera libreta bancaria. Fue precisamente a ella y tutorizado por la directora de la oficina. Jordi quedó encanteriado y, a juzgar por las sonrisas, ella también. El segundo verano, ella esperaba siempre que quien la atendiera fuera Jordi. Cuando era el turno, hablaban más de la cuenta, hasta que alguien de la fila se quejaba de que tenía prisa.
Esta vez se ponen rápidamente al día. Que cómo ha ido el curso, que si el nuevo peinado le queda tan bien. Que si necesita hacer un ingreso y pagar un recibo, que si han abierto un nuevo bar en la entrada del pueblo que acude toda la gente joven del pueblo. Que cómo se presenta el verano, que suerte que le hayan vuelto a dar aquella oficina, que en Barcelona, las oficinas nuevas ya están abiertas y no están los cristales antibalas, que a ver si Arbúcies también se modernizan un poco. .
Desde la ventanilla de al lado, su compañero le pregunta si le puede ayudar con un recibo que no le entra. Jordi le dice a Laura que un minuto, pero ella dice que tiene que irse, que ha dejado la tienda de la madre abierta.
La ve cómo se va, mientras paga a regañadientes el recibo del compañero y odia los cristales antibalas de las ventanillas y su poca traza en las inversiones a largo plazo.