La opacidad de los borbones

Una democracia es un sistema de derechos basado en el gobierno de la mayoría –con respecto a las minorías– y es una conversación entre poderes que se equilibran y controlan mutuamente. En una monarquía parlamentaria, la figura del rey, situado en lo alto de la pirámide institucional, tiene un rol de moderación y ejemplaridad. En ese sentido, la monarquía parlamentaria española está lejos del papel que se le presupone. En sus inicios con el régimen del 1978, Juan Carlos I, hoy rey emérito, se ganó el prestigio ejerciendo precisamente de freno del ejército golpista. Sin embargo, después derrochó la legitimidad ganada debido a su voracidad pecuniaria, utilizando su enorme influencia no para ponerla al servicio del bien común y del equilibrio de poderes, sino directamente para enriquecerse personalmente. Sus antecesores familiares ya habían demostrado un impúdico afán patrimonial. El linaje de los Borbones ha tenido una trayectoria poco edificante. Hoy, con Felipe VI, la opacidad sigue siendo la norma a la hora de dilucidar cuánto nos cuesta la monarquía y exactamente cuál es su riqueza material. La transparencia en ese pilar de la arquitectura institucional española brilla por su ausencia.

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Desde ARA hemos querido poner negro sobre blanco a las finanzas de la Casa Real, incluyendo los costes de todos los servicios asociados a ella y de todo el patrimonio del cual son titulares sus miembros. No ha sido fácil. Tras meses de investigación y muchas peticiones de datos por las vías oficiales, no siempre atendidas, la conclusión es que no hay voluntad de facilitar una información diáfana. La ocultación más o menos disimulada es la norma. No parece que el mal ejemplo del emérito haya servido para enmendar errores. Juan Carlos se ha escapado de la justicia, no por su inocencia probada, sino por la suma de dos factores: la prescripción de algunos delitos y su inviolabilidad constitucional. Otros miembros de la familia, como Iñaki Urdangarin, que habían hecho suyo el modus operandi del suegro, sí que han pasado por la cárcel.

La monarquía española no goza de un gran apoyo popular. Para evitar juicios demoscópicos, hace tiempo que el CIS no mide el grado de adhesión que suscita. Más allá de operaciones de maquillaje generacional a través de la figura de la princesa Leonor, la familia real no puede decirse que haya hecho muchos esfuerzos por ganarse el prestigio como institución neutral, moderna, transparente y ejemplar. Sigue anclada en un nacionalismo español castizo, teñido de militarismo, muy alejado de la realidad y la pluralidad social. El papel de Felipe VI con el Proceso marcó el punto álgido de desafección con Cataluña. La voluntad de reconexión difícilmente cuajará si no va acompañada de gestos valientes y claros y, entre otras muchas cosas, debería incluir una rendición de cuentas sin sombras de duda en términos patrimoniales.