Cómo poner el freno al turismo

En pocos años hemos pasado de promover el turismo a aceptar que hemos tocado techo. No sólo los sufridos ciudadanos, sino el propio sector. La reflexión vale especialmente para Barcelona, ​​pero también para otros muchos destinos de aquí (por ejemplo, Baleares) y mundiales. El consenso es general y transversal. Ciudades como Amsterdam o Venecia hace tiempo que lo tienen claro. Nueva York, Florencia y París, como Barcelona, ​​están intentando deshacerse, por ejemplo, de los pisos turísticos, que tanto interfieren en la vida cotidiana de los ciudadanos. Otra cosa es que ninguna de estas ciudades esté consiguiendo frenar la avalancha de visitantes, una realidad que acaba siendo negativa sin duda para los autóctonos, pero también incluso para los propios turistas, que ven cómo la masificación también les perjudica porque hace perder encanto en los lugares a los que van.

Todo esto es lo que también nos está pasando aquí. Hoy en día, pasear por la Rambla, ir de compras a la Boquería o visitar la Sagrada Família es incómodo para todos, tanto para los turistas como para los vecinos. Barcelona está perdiendo la magia de ciudad pequeña y amable. A los barceloneses nos cuesta cada vez más ejercer la amabilidad cuando todo son incomodidades. Es innegable que el turismo aporta negocio y puestos de trabajo. Pero también lo es que los efectos colaterales, dichas externalidades negativas, se han convertido en insostenibles, tanto por el exceso de gente como por el aumento de precios de la vivienda, pero también por cuestiones como la limpieza, el ruido o la seguridad.

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Ante esto, ahora la gran pregunta que se hacen los expertos, los políticos y los gestores es ésta: ¿cómo frenar el turismo? El mercado es libre y, además, en el ocio de las clases medias de todo el planeta está perfectamente arraigada la idea del viaje vacacional, incentivado por el low cost aéreo. De hecho, los barceloneses y catalanes somos muy viajeros, hacemos mucho turismo, tanto interior como exterior. Pero al mismo tiempo, aquí, cuando estamos en casa, crece entre nosotros lo que se ha conceptuado como turismofobia. Es comprensible pero no es la solución. Más allá del mal humor y la queja razonable, más allá de buscar culpables, es necesario encontrar vías efectivas, inteligentes y realistas para que el turismo genere más bienestar que malestar, para que no destruya vida ciudadana. No existen fórmulas mágicas. Cinco vías posibles, sobre las que trabajar, son: descentralizar (buscar descargar las zonas más tensadas), desestacionalizar (tratar de evitar los picos estacionales), buscar al visitante cualitativo que aporte valor (turismo de congreso, de ciencia, de negocios , de estudio con estancias largas), crear fiscalidad específica (que sea disuasoria y que genere regreso para mejorar la ciudad) y poner limitaciones o reducciones a la oferta (menos pisos turísticos o menos cruceros, por ejemplo). Es necesario convertir el consenso sobre el exceso de turistas en un consenso sobre cómo poner el freno.