Amor y pimienta

"Quiero demasiado eso que hago para hacerlo cada vez peor"

Hace mucho tiempo, quizás veintidós años, que le sigue en todos sus espectáculos en los festivales

Se le mira de reojo entre el bote de miel y el de chocolate negro sobre el estante. Exhausta por el calor, se seca con el delantal sucio de harina mientras remueve la pasta con círculos concéntricos que cuece a fuego lento para que no se pegue a la sartén vieja. Quizá por los efectos del azúcar, pero también por el sol de justicia que cae a principios de septiembre, se deja llevar por la dulzaina del olor y el momento. Se imagina alguna historia tórrida con el ceramista barbudo que está instalado justo delante de su crepería durante todo el fin de semana y con el que aún no habían coincidido en ninguna feria. Él no la mira a ella, tiene la cabeza en otro sitio. En concreto a la grieta del jarrón que se le rompió durante el último viaje. Su prenda preferida, que se le cayó al suelo cuando su pareja, de la que estaba bien enamorado, desapareció de la noche a la mañana con un feriante holandés experto en jabones naturales. Ella se marchó y él no se puede quitar de dentro de la nariz y más adentro el olor de tomillo salvaje del jabón que llevaba el último día, cuando él todavía no sabía que iba a ser el último.

Tres calles más allá, en medio de una multitud, Marisa y Josep celebran que ya hace veintidós años que vienen cada año a la feria. Son amigos desde entonces, y sólo se ven en los cuatro días que dura el festival. Pero muchos meses antes se llaman y se envían correos, de una punta a otra, para compartir excelso de la programación y de los montajes que verán. Filas y columnas, con títulos, argumentos, horarios, duraciones, precios y una casilla especial de observaciones donde anotan el tiempo que tendrán entre espectáculo y espectáculo, y si tendrán suficiente para ir al baño y hacer una cerveza. Sólo reservan una habitación, con una cama doble, en un hostal en las afueras de la ciudad. Cada año lo mismo. Después de tanto tiempo, el ama ya les espera, y alguna noche alarga jornada y toma una copa con ellos, en la barra decadente del bar de la entrada.

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En la calle, Marisa y Josep se cruzan con Sheryl y Edu, que se han alejado nerviosos del grupo buscando algún rincón mal iluminado y con olor a pixum. Es la primera vez que salen solos sin los padres, y en la plaza mayor se han desviado de los demás y han empezado a correr cogidos de la mano riendo, ávidos por degustarse la piel tierna.

A la misma hora, también en la plaza mayor, dos niñas de unos siete años miran embobadas al artista que actúa al pie de la iglesia en medio de una multitud. Es un hombre que baila medio desnudo, enseñando el pecho peludo y tocándose las carnes balderas. Ellas no le acaban de entender. Ni qué hace, ni qué significa, ni su arte. Pero no sacan los ojos de ese hombre que convulsiona a ritmo de una jota mientras una voz en off reivindica la danza para todos los cuerpos. Casi de forma imperceptible una de las niñas acaricia con delicadeza el brazo de la otra. Luego le toca el pelo con la misma cadencia lenta y suave. Lo agarra por la cintura como lo haría con su muñeca preferida. Mientras la otra le pide, sin dejar de mirar al artista, si ese hombre se pondrá el traje de mujer que tiene tumbado en el suelo delante de él. Ella le responde con seguridad que no, que es un hombre y eso es un traje de mujer. Pero el artista se pone el traje, que le abraza como una segunda piel, mientras las niñas abren los ojos de par en par ante el sacrilegio. Entonces, la niña que ha dicho que no, le pregunta a la amiga si sabe lo que es una sacudida. "Esa carne que nos cuelga de aquí", dice mientras se agarra lo que no tiene y señala con la cabeza al artista que baila y que los hace mover a ritmo de la música. "Te crecen aquí –dice señalándose la barriga– cuando comes demasiado dulces".

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"¿Vamos a hacer una crepe de chocolate?", le dice la otra, que de repente le ha venido el hambre.

A poco más de un kilómetro de la plaza mayor, en las piscinas municipales, una clown y bailarina francesa sube a un árbol y planta un nido. Sus movimientos son tan lentos como las palabras que trenzan una poesía. Tiene la vista gorda y verde, se esconde el pelo con un gorro demasiado grueso por el tiempo que hace y esconde su cuerpo dentro de un abrigo negro y gastado que le queda holgado. Se mueve poco a poco y mira a un público hipnotizado por la historia de esperanza y fragilidad que cuenta sólo con gestos y miradas. Sube en medio del público y coge de la mano a un espectador que lleva un sombrero y le invita a participar en la liturgia. Él se entrega con el alma, emocionado, y baila y juega, y subiría al árbol de la clown si pudiera y haría nido.

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Hace mucho tiempo, quizás veintidós años, que le sigue en todos sus espectáculos en los festivales. Ella no lo sabe, pero la ha escogido tres veces en algunos de sus montajes. Ya no lo hará más. Cuando acaba la actuación, ella anuncia al público, sin micrófono, que aquél es el último. Tiene una enfermedad que le crea dolor y le agarrará las articulaciones. "Quiero demasiado eso que hago para hacerlo cada vez peor. Os quiero demasiado a vosotros para no hacerlo bien".

Desde el centro del público, el hombre del sombrero se seca las lágrimas que le caen desconsoladas. La clown lo ve, se acerca y, de dentro de su abrigo, saca el nido desgarbado.

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"Creo que esto es tuyo", le dice.