Reportatge

“Quiero a mi niña. Enviádmela, por favor”

Los expedientes de vida de algunos huérfanos vinculados a la Casa de la Caritat durante la posguerra revelan que fueron separados de sus madres sin su consentimiento

“¿Por qué me dejaste?”, le preguntó Lluís Álvarez (Barcelona, 1935) a su madre el día que la conoció. Tenía 21 años cuando recibió una carta de la Diputación de Barcelona en que decía que su madre, Isabel, quería verlo. A pesar de la emoción de la mujer cuando se reencontraron, y que le aseguró que había estado dos décadas buscándolo, Álvarez respondió con frialdad. “Por dentro pensaba: «Ahora sí, pero cuando más te he necesitado no te he tenido». "No me la creí, estaba seguro de que me había abandonado”, expone. Álvarez no había tenido una vida precisamente plácida hasta entonces. Poco después de que su madre diera a luz en la Casa de la Maternitat i Expòsits de Barcelona, lo enviaron a Ibiza para que fuera amamantado y cuidado por una nodriza y su familia. Era una práctica habitual en la época, puesto que en Barcelona era difícil encontrar nodrizas o las que había pedían más dinero. Las encargadas de llevar a los bebés de Barcelona a Ibiza eran dos mujeres, Margarita y Antònia Verdera, madre e hija, en un barco que zarpaba cada miércoles, y una vez ahí repartían a los niños entre las nodrizas a cambio de unas pesetas. De equipaje, los bebés llevaban una medalla colgada en el cuello con el número que les identificaba y un relevo de la Virgen del Carmen. Estaba totalmente prohibido quitarles el collar; de este modo se aseguraban que nadie los intercambiara.

Álvarez estuvo en Ibiza hasta los 7 años, cuando la Diputación lo reclamó y fue devuelto a Barcelona. También era un procedimiento habitual: a los niños se los reclamaba a los 7 años y a las niñas a los 5, y solo en casos muy excepcionales los dejaban quedarse con las familias de leche. En concreto, fue enviado a la Casa de la Caritat, un orfanato y centro de beneficencia situado en el corazón del Raval, actual sede del CCCB. Según Álvarez, pasar de vivir en el campo a hacerlo en el centro de una ciudad en plena posguerra no fue fácil. “Hambre no pasábamos, pero tenías que tener picardía para que te salieran las cosas. A veces robábamos algo. Recuerdo coger un trozo de filete y ponérmelo en el pecho -comenta riendo-. La pelota para jugar a fútbol nos la hacíamos nosotros, con ropa y cuero”. El periodo que recuerda como el más duro empezó a los 14 años, cuando lo adoptó una familia de Guardiola de Font-Rubí (Alt Penedès). “Creí que estaría bien, pero solo me querían para trabajar. Cuando se hacía de día ya estaba en el campo y cuando oscurecía todavía ordenaba herramientas”, explica Álvarez, que asegura que hacían lo mismo con muchos huérfanos más. En los documentos oficiales que consultaría más adelante ponía que iba como “mozo de labranza”. Estuvo ahí diez años, hasta que decidió irse a Vilafranca del Penedès a buscarse la vida. “Fui a ver al amo y le pregunté: «¿Qué es lo que gano aquí?» Y respondió: «Te damos comida y cama». Y yo le dije: «Al perro también lo mantenéis y no trabaja»”.

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Descubrir los propios orígenes a los 80 años

Ni el paso del tiempo ni el reencuentro con su madre hicieron olvidar a Álvarez sus primeros años en Ibiza. “Siempre tuve la sensación de que me faltaba algo. Recordaba la casa de Ibiza y la familia con la que había crecido”. Álvarez explica que cuando se casó, con su mujer fueron de luna de miel a la isla para buscar a la familia y que más adelante puso un anuncio en los diarios, pero no tuvo suerte. Tuvo que esperar hasta los 80 años para reencontrarla, cuando una de sus hijas, Maribel, tras varios intentos de ayudarle en la búsqueda, descubrió que en el recinto de la Maternitat estaba el Archivo Histórico de la Diputación y que se podía pedir el historial de los huérfanos tutelados por la institución. “Hasta entonces no estaba permitido solicitarlos, pero la normativa cambió hace unos ocho años”, comenta Maribel. En el expediente, de 60 páginas, constaba el nombre de la familia ibicenca, y gracias a esto encontraron el teléfono de una hermana de leche, Catalina Torres, con quien Lluís se había criado, y contactaron. “Le preguntamos si había habido un huérfano en su casa cuando era pequeña, y ella dijo: «Mi Lluïset». Poco después cogíamos un avión en dirección a las Pitiusas -relata Maribel-. Fue muy emocionante. ¡Mi padre y su hermana de leche se habían estado buscando toda la vida y se reencontraron después de casi 80 años!” Desde entonces Lluís ha hecho seis viajes y Maribel asegura que “ha rejuvenecido diez años”.

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Dentro del expediente también les esperaba otra sorpresa: un puñado de cartas que la madre de Lluís, Isabel, había enviado a la Diputación. “Escribía preguntando dónde estaba su hijo, si estaba bien, y la respuesta era siempre la misma: «He de manifestarle que el niño Lluís, por quien se interesa, según las últimas noticias continua sin novedad »”, dice Maribel, y explica que Isabel se quedó embarazada antes de casarse y que a su novio, el padre de Lluís, lo atropelló un tranvía. “Dio a luz en un pabellón de madres solteras en la Maternitat, y como no podía dar al pecho, porque tuvo la escarlatina, se llevaron al bebé. No volvió a saber nada más”. Años después Isabel consiguió encontrar a su hijo por casualidad. “Era cocinera e iba a trabajar a casas de familias ricas de Barcelona. Explicó la historia a una de las amas y cuando esta oyó el nombre y los apellidos dijo: «Yo sé dónde está tu hijo». Tenían una parada en el Mercat de la Concepció, justo junto a la tienda de la familia del Penedès que había adoptado a mi padre”, explica Maribel. Cuando Lluís leyó las cartas de su madre, ella hacía 35 años que había muerto. “Si lo hubiera sabido antes habría tenido una madre -dice Lluís-. Decía la verdad, ella me quería, esto lo cambia todo”.

Cartas que llegan demasiado tarde

El de Lluís Álvarez no es un caso aislado. Muchos huérfanos tutelados por la Diputación de Barcelona han tenido que esperar a sus últimos años de vida para conocer sus orígenes, y muchos otros ya no han estado a tiempo. Lucia Calderón (Barcelona, 1955) también fue enviada a Ibiza cuando acababa de nacer, pero ella ya no volvió. Recuerda que cuando tenía 18 años intentó ponerse en contacto con la Diputación para saber dónde estaban sus padres biológicos, pero le decían que no sabían nada. Después de conocer la historia de Lluís, ya con 61 años, decidió solicitar su historial. “Lo primero que me pidieron fue el número de la medalla -dice Calderón-. Cuando recibí aquel paquete tan lleno de cartas me cayó el mundo encima. No podía esperar a llegar a casa”.

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Las cartas eran de su madre, Nieves, que la había estado buscando hasta los 6 años. “Explicaba que tenía un piso y un colegio pedido para mí, y decía: «Quiero a mi niña. Enviádmela, por favor». Pero le decían que no tenía méritos para cuidarme, que estaba mejor con la familia que me había adoptado -relata Calderón-. Pedía fotos mías y le hacían pagar 10 céntimos por cada una. Incluso me había enviado unos pendientes de oro que no he visto nunca. Cuando leía las cartas sentía mucha tristeza y rabia, no me lo podía creer”. Cuando recibió el expediente hacía ocho años que su madre había muerto. Pudo contactar con otros familiares, pero eran muy mayores y no le pudieron explicar nada. “Ni siquiera sabían que mi madre tenía una hija -comenta Calderón-. He querido a mis padres adoptivos, pero ahora me pregunto hasta qué punto me explicaron todo lo que sabían... Me iré del mundo sin saber toda mi verdad, y no hay nada peor que esto”.

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“Un huérfano al que no vienen a ver”

No en todos los casos los expedientes revelan historias como la de Lluís o Lucia. Llorenç Samaniego, el Sami (Barcelona, 1943), que estuvo muchos años en la Casa de la Caritat, asegura que en su caso hay muy poca información. “Sé que mi familia era de Madrid, pero de mi madre no hay casi nada. Estuvo unas semanas viniéndome a ver en la Maternitat, pero después dejó de venir. Era la hija de un militar, un oficial, y en aquella época eran muy rectos... Seguramente le debía obligar a deshacerse de su hijo para no tener que pasar por la vergüenza de ser madre soltera”, comenta. Recuerda una frase encontrada entre los papeles recuperados escrita por una funcionaria: “El Sami, un huérfano al que nunca vienen a ver ”.

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El Sami tiene un buen recuerdo de los años que vivió en la Casa de la Caritat, pero en cambio explica que sufrió mucho cuando lo "adoptó" una familia para ir a trabajar al campo. “Tenía 7 años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. A los que no teníamos a nadie nos ponían entre las columnas del Pati Manning para que las familias que querían adoptar nos pudieran ver bien. El señor Noguera, el director del centro en aquel momento, dijo: «Samaniego, un paso al frente. Estos señores quieren llevarte a un pueblo que se llama Sant Quintí de Mediona. ¿Quieres ir con ellos? » Di un paso adelante e hice que sí con la cabeza”.

Según explica, ahí las pasó “más putas que Caín”. “En Barcelona teníamos luz y agua caliente, pero en aquella casa de labrador nada de nada. Me lavaba en un lebrillo -relata-. Y cuando el que me hacía de padre se enfadaba, me apuntaba con la escopeta en la barriga y me pegaba”. A los 14 años decidió abandonar la casa y fue a pie a Sant Sadurní, donde cogió un tren hasta Barcelona. Tras pasar cuatro noches en la Modelo y algunas trabas más, pudo volver a la Casa de la Caritat. La vida del Sami ha estado ligada desde entonces a la Diputación, para la que ha trabajado incluso como chófer de diputados y consellers.

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Los huérfanos de la Casa de la Caritat

Hasta hace solo un año, antes de la pandemia, un grupo de gente mayor se reunía cada jueves por la mañana en la cafetería del CCCB. Comían, bebían, reían y hablaban de recuerdos y anécdotas, de su infancia compartida entre las paredes de la Casa de la Caritat. Se trata de la última generación de huérfanos que vivió en este centro de beneficencia dirigido por monjas, activo desde el principio del siglo XIX hasta los años 50, cuando se trasladó a las Llars Mundet. Durante la posguerra llegó a acoger a más de dos mil personas, entre huérfanos, niños de familias que no se podían hacer cargo de ellos y personas con necesidades diversas. Ahí se hacían cargo de estos niños, les daban una educación y les enseñaban un oficio para que pudieran ganarse la vida cuando fueran adultos. El documental Temps de caritat (2015), dirigido por Joan López Lloret y producido por La Xarxa, el CCCB y Batabat, da voz a algunos de los huérfanos de esta institución y muestra los recuerdos, muchos de los cuales contradictorios, que guardan. Para algunos fue una buena experiencia, para otros una etapa difícil y dura que prefieren no recordar... Bien es verdad que todavía se saben pocas cosas, de sus vidas, y cada vez quedan menos para explicarlas.

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Los últimos hijos del pecado

Ser madre soltera ha sido considerado un pecado en muchos países desde el establecimiento del catolicismo, explica José Montiel, historiador y autor de la tesis doctoral La crisi del model tradicional d’abandonament infantil 1890-1936. “Durante la edad medieval los bebés se abandonaban en la mayoría de casos porque ponían de manifiesto un pecado, como el de ser madre soltera, incluso en el caso de las mujeres que habían sido violadas, que estaba totalmente rechazado. De hecho, a los bebés de estas mujeres se los llamaba hijos del pecado -añade Montiel-. La Iglesia, sobre todo en el sur de Europa, articula las casas de la caridad, para acogerlos, y habilitan los turnos, agujeros donde las mujeres podían dejar a los bebés y tocar la campana para que las monjas se hicieran cargo de ellos”.

Al principio del siglo XX la imagen del pecado pierde fuerza, continúa Montiel. “Empiezan los primeros intentos de ayudar a la madre soltera y se abandona más por cuestiones económicas que por honor. Pero aunque cambian algunas leyes, la mentalidad en muchas instituciones religiosas continúa siendo la misma. En algunos lugares, como por ejemplo en la Maternitat, la presión por el abandono en las madres solteras se alarga hasta los años 40”. Según el historiador, durante este periodo continúan muy reticentes a dar sus hijos a estas mujeres. “Para las autoridades, una madre soltera era un cero a la izquierda. Era muy difícil que una mujer reclamara su hijo y se lo dieran si no se casaba. Los criterios que seguían los responsables de la institución iban más allá de los estrictamente ligados a la salud de los niños y tenían mucho que ver también con la moral, la economía, la política y la ideología. Para la moral católica y conservadora, separarlos de la madre era la manera de alejarlos del pecado”.

Montiel explica que no solo se enviaban bebés a Ibiza, sino también a otras zonas rurales de España, como Zaragoza, Huesca, Murcia, Soria, Valencia, etc. “En Barcelona no había suficientes nodrizas para todos los huérfanos, pero también era una cuestión económica. Normalmente se trataba de familias pobres con pocos recursos y se les pagaba muy poco dinero”. En relación con la adopción de muchos de ellos por familias que trabajaban en el campo, Montiel explica que las autoridades lo consideraban positivo para los jóvenes, una buena manera de aprender un oficio, fortalecerse y a la vez expiar el pecado. “De este modo los alejaban de la ciudad, la fuente del pecado, y a la vez las familias disponían de mano de obra barata y dócil y se repoblaban las zonas más abandonadas por la industrialización -explica el historiador-. El principal problema es que no había ni una supervisión constante ni una regulación, y los jóvenes estaban muy expuestos a la explotación laboral, los maltratos y, incluso, en algunos casos a los abusos sexuales”.