Cementerios

Trabajar en una funeraria: "Es un trabajo como cualquier otro y alguien debe hacerlo"

Hacer incineraciones, entierros o vender lápidas: así lo viven los que se dedican a ello

Silos / El PapiolDavid Segarra se pone una careta de soldador y unos guantes de protección, saca las cenizas del crematorio y las deposita en un recipiente con una especie de rastrillo. Después, cuando se ha asegurado que ya no queda nada dentro del horno, introduce otro ataúd. Pocos segundos después, el féretro queda rodeado de llamas. El joven está acostumbrado a las incineraciones. Forma parte de su rutina.

"Es un trabajo como cualquier otro y alguien debe hacerlo", afirma como si fuera lo más normal del mundo. Tiene 25 años y lleva siete trabajando para la funeraria Áltima. Empezó con sólo 18. “Quería un trabajo con estabilidad y continuidad. Probé aquí y me gustó. Además, es un trabajo con utilidad”, argumenta. Dice que no le importa que le llamen “sepultureros”, porque eso es lo que es en parte, aunque asegura que a menudo la gente tiene una visión equivocada de su trabajo.

Él es uno de los operarios de la brigada del cementerio de Les Pruelles, en Sitges, un lugar privilegiado en medio de la naturaleza, donde el silencio sepulcral sólo lo rompen el piar de los pájaros y el zumbido de una desbrozadora con la que varios trabajadores pueden los cipreses esta mañana. ¿Pero qué personas trabajan exactamente en un cementerio? ¿Cómo fueron a parar? ¿Les gusta su trabajo? Algunos se sinceran en ese reportaje.

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Enrique Soto tiene 47 años, es yesero y técnico especialista en abonos. Pero, con la crisis económica, se quedó sin trabajo, envió un currículum a Áltima y le llamaron. Desde 2017 también trabaja en Sitges. Se encarga de mantener el cementerio: pintura y jardinería. También hace entierros, es decir, él es quien introduce el ataúd en la tumba y la sella después. Y lo más escabroso: hace exhumaciones y lo que él llama “condicionamientos”, o sea, sacar los restos humanos del ataúd y ponerlos en un sudario para que no ocupen tanto espacio y así poder enterrar a varios difuntos en una misma tumba. "En un nicho caben hasta siete u ocho cuerpos", detalla.

Carga emocional

“El día que empecé a trabajar debía hacerse un acondicionamiento y me ofrecí voluntario. Pensé: «si valgo, valgo»”. Y valió, aunque reconoce que tuvo que hacer el corazón fuerte. “Según la ley, un nicho no puede abrirse antes de dos años y un día. Normalmente te encuentras con que sólo hay huesos y ropa dentro del ataúd, pero a veces el cuerpo no se ha descompuesto y no puedes tocarlo”, explica. Esto es lo que ha ocurrido, asegura, con muchas de las personas que murieron de coronavirus durante la pandemia. Los cuerpos se sepultaron dentro de tres sudarios para evitar posibles contagios, lo que ha dificultado después su transpiración y corrosión.

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“La clave es tomárselo todo como una película porque, si te lo haces tuyo, psicológicamente te afecta mucho”, confiesa Enrique. Sin embargo, admite que en alguna ocasión es imposible no implicarse: “Tuve que enterrar a un chico joven que había muerto en un accidente de moto. Y yo tengo un hijo que le gusta mucho las motos”.

Antonio Medina, de 58 años, también intenta ponerle distancia "para no acabar loco". Él también fue a parar al sector funerario por necesidad. “He sido albañil toda la vida, pero con la crisis del 2012 me quedé sin trabajo y envié currículums hasta debajo de las piedras”, explica. Y así es cómo llegó a Áltima. Primero, durante tres años, fue vigilante nocturno del Cementerio Comarcal de Roques Blanques, que la funeraria tiene en El Papiol, en plena sierra de Collserola. Ahora forma parte de la brigada del cementerio.

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“Tengo amigos que no trabajarían de noche en un cementerio para nada del mundo”, asegura Antonio. A él, al principio, también le daba respeto. En el cementerio estaba completamente solo. Su única compañía eran dos perros. Lo primero que tenía que hacer era colocar a los pastores eléctricos, es decir, recorrer todo el cementerio para instalar vallas electrificadas en los caminos que impidieran la entrada de jabalíes durante la noche.

El cementerio de Roques Blanques es especialmente extenso. Las tumbas se suceden una junto a otra en terrenos situados a distintos niveles en medio de un bosque. “Entre los ruidos, los conejos, los jabalíes y las sombras, pensaba «¿quién está aquí?»”, sigue explicando Antonio. Nunca vio ningún ladrón, pero ha oído casos de personas que han intentado robar las tapas de las cloacas del cementerio para venderlas como chatarra. “Si pudiera, preferiría seguir trabajando como albañil –confiesa–, pero a mi edad ya no me compensa”.

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Juan Oliet tiene 54 años y él también viene del sector de la construcción, pero no volvería. "La construcción es mucho más cansada y tengo artrosis en la rodilla y en la espalda", argumenta. Trabaja codo con codo con Antonio en la brigada del cementerio de Roques Blanques. Hoy, por ejemplo, han tenido que dar sepultura a las cenizas de un difunto en una zona reservada para ello, donde existen pequeños cubículos de cemento en el suelo, cada uno con su correspondiente lápida. Según dicen, ellos son los que construyeron todo esto y acondicionaron la zona.

Juan también acabó en Áltima porque la crisis del 2012 le dejó en paro. “En la oferta de trabajo pedían conocimientos de albañilería, pintura y jardinería, pero en la entrevista me dijeron que también debería hacer entierros y me preguntaron si me hacía cosa que ver a los muertos. Yo llevaba tres años en paro y contesté que me daba igual, aunque el único muerto que había visto hasta entonces era mi madre”, explica. Admite que la primera exhumación que hizo le impresionó y que, cuando le preguntan dónde trabaja, contesta que es operario en “una empresa de mantenimiento”. Sólo si le vuelven a insistir en qué consiste exactamente su trabajo, confiesa que trabaja en un cementerio. “Me da respeto decirlo porque la gente me mira extraño”.

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En cambio, Esther Fernández, de 52 años, no tiene ningún inconveniente en predicar a los cuatro vientos que es “asesora funeraria”. Según dice, se siente "muy orgullosa" de su trabajo. Ella es quien se encarga de atender a las familias en el tanatorio justo después del fallecimiento, les expone las opciones disponibles para el funeral, además de tramitar toda la documentación. Por ejemplo, les explica qué tipo de ceremonia se puede hacer, los ataúdes que hay, las coronas de flores, los recordatorios… O sea, es quien, como se piensa popularmente, te intenta vender todo tipo de productos en un momento de flaqueza, cuando no tienes la cabeza para nada. Esther, en cambio, lo vive de otra manera y asegura que ésta no es para nada su intención. De hecho, hablando se nota su buena voluntad: “Soy empática con las familias. Llegan con muchas inquietudes e intento transmitirles tranquilidad. Algunas me preguntan: ¿Qué es lo correcto? Yo les contesto que no hay nada correcto. Cada uno puede hacer lo que quiera”.

Esther también es de las que acudieron al sector funerario porque se quedó sin trabajo. De eso hace ocho años. Antes era auxiliar de clínica y trabajaba en un hospital y una residencia de ancianos. “Aquí sufro menos que antes, aunque no lo parezca. Ayudo a pasar el duelo de la mejor forma posible. Comunicar un fallecimiento es mucho más duro. A mí me gustan los temas sociales y ahí me siento útil”, afirma.

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Según dice, antes las familias pedían un ataúd bueno, de calidad. “Ahora lo que quieren es que la ceremonia sea guapa, con música, una foto del difunto, recordatorios más personalizados…” Y en general se gasta menos dinero. “Entre 4.000 y 6.000 euros. Es difícil que superen esa cifra”.

En el tanatorio donde Esther trabaja, que está en el mismo cementerio de las Pruelles, en Sitges, hay un gran escaparate en la entrada donde se exponen cuatro ramos funerarios de rosas rojas, cada uno con su precio correspondiente. El más barato cuesta 72 euros. El más caro (y mayor), 224. También hay una vitrina con urnas de todo tipo de dimensiones y materiales, e infinidad de relicarios. El sector funerario es todo un mundo.

Patricia Olivar se dedica a ello por convicción. Sólo tiene 21 años y llega al cementerio de Les Pruelles conduciendo una furgoneta de Áltima donde transporta dos féretros. Ella misma ayuda a sacarlos del vehículo y los mete en unas cámaras frigoríficas. Los ha traído para incinerar. Se la ve resolutiva, con ganas y dispuesta a todo: tanto puede conducir una furgoneta como un coche funerario, o maquillar a un muerto. De hecho, ha estudiado tanatopraxia y tanatoestética. Es su pasión. “Cuando le dije a mi madre que quería dedicarme a esto, pensó que quizás lo había visto en una serie y que pronto me pasaría la tontería. Pero ha visto que no”, explica risueña.

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Patricia ha realizado un curso online de tanatopraxia de un año y medio de duración, en el que, según dice, todas las clases eran con vídeos o pdf. El primer difunto de verdad que vio fue el cuerpo sin vida de su propia abuela, y entonces decidió centrar su trabajo de fin de curso en el duelo. El verano del año pasado realizó prácticas en Áltima y la contrataron pocos meses después, en diciembre. Explica que lo que más le gusta son “las defunciones judiciales”, es decir las muertes que no son naturales, porque, argumenta, “suponen todo un reto”. Sus amistades, lógicamente, la acribillan siempre a preguntas sobre su trabajo. "No es morbo, sino curiosidad", asegura.

Pere Flores, de 48 años, es el encargado de mármolistería de Àltima. La funeraria es una de las pocas de Cataluña que hace lápidas: tiene un taller en Vilanova i la Geltrú, y otro mayor en el cementerio de Roques Blanques. Es allí donde Pedro trabaja. En el taller es difícil hablar: el ruido de las máquinas es ensordecedor. Ahora las lápidas no suelen grabarse con martillo y cincel. El proceso está mecanizado. Sin embargo, hacer una lápida lleva tiempo: unas tres horas, detalla Pedro.

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Él se dedica a trabajar el mármol y el granito desde que era muy joven. Empezó con 23 años. Antes era autónomo, y tanto podía hacer una lápida como el mostrador de una cocina. Pero ahora se dedica exclusivamente al sector funerario y le encanta: "Es mucho más creativo". "El cliente nos dice qué quiere y nosotros intentamos plasmarlo con diseño gráfico", explica. Ha grabado de todo en las lápidas: desde una botella de vino hasta simbología de fútbol.

Hija, limpia y bisnieta de funerario

Isabel Mercadé, de 52 años, es hija, limpia y bisnieta de funerario. Para ella, dedicarse a esto viene de familia. Su abuelo y su bisabuelo eran los carpinteros del pueblo, en Vilanova y la Geltrú, y se encargaban de hacer los ataúdes. Tenían el taller en la planta baja de la vivienda, así que ella se acostumbró desde pequeña a ver los féretros en casa. Su padre abrió una pequeña oficina para encargarse de la parte administrativa de los entierros, y fue él quien le enseñó el oficio. Tenían un negocio familiar hasta que entraron a formar parte del grupo Áltima.

Isabel ha estado durante mucho tiempo asesora funeraria. “Me dedicaba a las coronas de flores, ataúdes, salas de velatorio, tarjetas de recordatorio… Montaba un entierro como quien monta una boda”, resume en pocas palabras. Ahora, en cambio, es "asesora de cementerio". Y lo prefiere: “La gente venía enfadada, porque pensaba que la quería joder. Sin embargo, ser asesora de cementerio no es tan tenso. Por suerte, es un trabajo más administrativo”. Se dedica a tramitar los cambios de nombre de los nichos, el traslado de féretros, el cobro de sepulturas, el encargo de lápidas… Todo puro papeleo. Le gusta. No se plantea cambiar de profesión. Su hermano, como ella, trabaja también en el sector. Sin embargo, ni sus hijos ni los de él están dispuestos a seguir la tradición. Se niegan en redondo a trabajar en una funeraria.