Reportaje

La vida más allá de los 60 años: "No quiero jubilarme. No creo en la jubilación"

Hablamos con siete testigos que han descubierto su gran pasión después de los sesenta

BarcelonaMás que vejez, "oportunidad". Lo dice Irene Lebrusán, doctora en sociología. Las personas mayores que llegan a esta etapa viven en los últimos años de su vida con determinación. Falcados por una inusual resiliencia, suelen emprender nuevos proyectos y superan los retos que se les presentan. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), actualmente la esperanza de vida a los 65 años es superior a los 21 años, frente a los 15 que había en 1975. También llegan más personas: en 2020 el 21% de la población tenía 65 o más años, mientras que en 2001 sólo el 16%.

Pese a los prejuicios y estereotipos que aún perduran, la ancianidad de ahora no es la misma que la de antes: la gente mayor dista mucho de la llamada vejez pasiva porque no se reconoce. No se aparta de la sociedad pensando que han contribuido con todo lo que debían aportar. Las generaciones actuales de personas longevas, de hecho, fueron ya muy reivindicativas en su juventud y adultez. "Participaron de forma primordial en el desarrollo del tipo de sociedad que tenemos", remarca Lebrusán, investigadora del Centro Internacional sobre el Envejecimiento (Cenie). Y todavía son así. "Es lo que se conoce como revolución silenciosa respecto a los roles que había instaurados años atrás", enfatiza esta experta. Entre estas identidades fuertes aparecen nuevas formas de entender y ocupar el tiempo, con creatividad, disfrutándolo a través de actividades y de seguir integrados en la comunidad. Una ancianidad con contenido. "Una forma de dar más vida a los años y no más años a la vida", afirma Lebrusán, profesora en la Universidad Autónoma de Madrid.

Es la terciopela de los nuevos tiempos, una belleza que cada una de las personas que hemos entrevistado en el siguiente reportaje muestran ante los desafíos y las situaciones de la vida, a pesar de esta edad más tardía.

Silvia Alcántara (80 años): "Nunca había pensado en ser escritora"

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A Silvia Alcántara le gustaba mucho el teatro. En la adolescencia, soñaba con ser actriz. Por eso se fue al instituto del Teatre de Terrassa. Sin embargo, acabó trabajando en una oficina en Terrassa, después abrió una tienda de comestibles y estuvo unos años en la oficina de información del Ateneu Barcelonès. Desde hace 15 años, recorre el país con su novela Olor de colonia (Ediciones de 1984), de la que se han vendido más de 60.000 ejemplares.

Alcántara, que creció en la colonia textil Vidal, en el Berguedà, bebió de sus recuerdos a la hora de escribir este relato, publicado cuando tenía 65 años y dotado de un "hablar natural, sin estridencias y donde se explica en detalle la atmósfera de las situaciones", tal y como describe la propia autora. Tras esta obra, que muestra la vida de una colonia textil en el Berguedà y las relaciones sociales envenenadas y déspotas que se dan en los años 50 –y de la que incluso se hizo una serie en televisión– , han venido cuatro más. La última, Celia Palau (Ediciones de 1984), personaje que rescata, precisamente, deOlorde colonia. "Nunca había pensado en ser escritora", confiesa Alcántara, a los 80 años. "Aunque el 31 de octubre del 2002 fue mi último día en el trabajo, aún no me he jubilado", admite.

Aparte de escribir, imparte desde hace años clases a más de 60 alumnos adultos en Terrassa. "Les enseño iniciación a la escritura literaria. Venden y aprenden. Es una maravilla. Lo que tienen dentro lo transforman en literatura. Yo doy, pero también recibo mucho. Ellos son mis maestros", afirma esta escritora, que pensando- se que tendría tiempo durante la jubilación se había comprado un hilo perlé para hacer una colcha de ganchillo y todavía está por empezar. Para ella, "escribir es vida" y la escritura le ha "salvado". "Porque me dan ganas de vivir y hacer cosas. Una sensación que se va multiplicando y contagia. La gente que viene y te escucha también sale con más energía", describe Alcántara, creadora de la asociación Un Munt de Mots, que un día al mes se reúne para escribir, hablar y corregir textos. "Tengo la sensación de que me he reinventado", comenta esta escritora, a la que, en la década de los 80, cuando aprendió catalán en el Consorcio para la Normalización Lingüística, fue cuando se le despertó la "vena creadora".

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Por las tardes, trata de descansar. Lee y camina cada día por las noches. "Haga solo, llueva o nieve. Me ayuda a dormir mejor y caminando veo las cosas más claras y me llega la solución a algún problema que durante el día no he podido resolver", apunta. Desde hace tiempo, nunca se separa de su libreta de colores, donde va tomando notas y, a partir de la cual, planea nuevas historias.

Jean Pierre Marty (63 años) y Pat Vila (59 años): "Compartimos nuestra casa y recibimos conocimiento, amistad y agradecimiento"

Después de dejar su piso de Barcelona y al llegar a la masía El Bosque, de San Cebrià de Vallalta, al pie del Montnegre, Pat Vila y Jean Pierre Marty lo primero que pensaron –al ver las cajas amontonadas de todas sus pertenencias que el camión de mudanzas había depositado en la entrada– fue "¿Qué hemos hecho?". Era sólo el preámbulo de una nueva aventura que les ha cambiado la vida, en la que buscaban "estar alejados del caos y el ruido de la ciudad", asegura Marty. Pero el entorno natural y la casa, que tanto les encandiló, necesitaba no sólo cuatro manos para estar a punto. "Llevaba siete años sin nadie de manera estable", recuerda Vila, que añade que en ese momento entendieron que ese espacio únicamente para ellos dos no tenía sentido.

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Por eso, pidieron a unos amigos que acudieran un mes de agosto para echarles una mano. Y, después de ellos, fueron escritores que necesitaban silencio para inspirarse, estudiantes que querían escribir su tesis doctoral y, a cambio, por ejemplo, ordenaban la biblioteca, ayudaban a pintar... Por la noche se hacían tertulias, e incluso cocinaban juntos. Estas sinergias que nacieron de forma espontánea se han convertido en el proyecto de El Bosque de las Ideas, un espacio de convivencia para dar alas a la creatividad y al conocimiento, en el que entre todos hacen que ocurran cosas. De una temática han ido llegando otras a partir de sugerencias de personas que se alojan y que, a la vez, proponen y lo dicen a gente que también se acerca. No es un hotel sino un sitio de intercambio y sabiduría. El último encuentro ha sido La poesía no da miedo, en el que se han hecho gincanas poéticas y recitales. Mientras todo esto se sucede, con actividades de fines de semana ya sea sobre cocina, colonias de adultos o la creación de relatos a partir de fotografías, Marty y Vila siguen con sus tareas propias: él, de 63 años, es ingeniero y elabora diseños de cocinas de hoteles, y ella, que tiene 59, se encarga, entre otros proyectos, de fomentar intercambios culturales con Italia. "Esta forma de vivir en comunidad, sin ánimo de lucro, nos ha permitido conocer a gente diferente y muy interesante", asegura Marty. Y Vila añade "Todo el mundo te aporta algo si le das tiempo y espacio. Compartimos nuestra casa y recibimos conocimiento, amistad y agradecimiento".

Ramon Roca (70 años): "Se necesita un poco de estrés y necesidad porque eso te da vida"

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Empezó trabajando como diseñador de stands y escenarios de forma circunstancial. "Y me he dedicado siempre", afirma Ramon Roca, de 70 años. No ha cruzado ni un día. "Y no quiero jubilarme. No creo en la jubilación. La gente cree que dejar de trabajar es dejar de tener problemas, pero, haciéndolo así, te duermes. Se necesita un poco de estrés y necesidad porque eso te da vida y te empuja a seguir", explica. La edad le proporciona ventajas como que se quita el trabajo de la representación gráfica, de planos y renderización, que elabora con el ordenador, con "mayor rapidez de respuesta". "Es uno de mis valores actuales", confiesa este igualadino, que entre sus últimos diseños cuenta el stand de la Generalitat u otro en Cannes para Radiotelevisión Española.

Se marchó de Barcelona y Llavaneres, donde vivía, porque todo estaba "muy caro", y actualmente reside en Sant Llorenç de Morunys, en un entorno más natural. Por las tardes, que tiene más tiempo, "se ha envuelto" en otra labor que también "necesita dedicación": estudia ingeniería informática en la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). "Busco conocimiento. Me interesa mucho la asignatura de programación, y las matemáticas ya me las he quitado. Otras más de organización y administrativas no me gustan tanto", dice. La mayoría de sus amigos jubilados se dedican a viajar; él, en cambio, ocupa las tardes en conocer más a fondo lo que es la informática.

En el fondo, le interesa saber manipular los lenguajes de la inteligencia artificial y los códigos matemáticos para ser él quien controle las dinámicas propias de la programación. Roca, que de joven estudió arquitectura y matemáticas –aunque no terminó ninguno de estos estudios–, no entiende cómo algunos de sus amigos, que también estudian, "se enzarzan a hacer grados en los que, aunque aparentemente son más fáciles, como el de historia, se necesita mucha más memoria”. Tiene claro que la manera de avanzar en los estudios ya esta edad es "cogárselo tranquilamente" y "a tu ritmo". Al igual que con el grupo de música de jazz-fusión, en el que Ramon toca la guitarra. Sin presiones, ensayan un día a la semana y, principalmente, cuando tienen una actuación. Sin embargo, donde no llegan la experiencia aquí también es un grado.

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Maria Victoria García (84 años): "Las mujeres todavía están muy cosificadas y asumen más carga emocional"

No le gusta la tecnología. Dice que se pone nerviosa porque, cuando intenta, las cosas no le salen a la primera. No le ocurre lo mismo con el teatro. "Es diferente", asegura la tarraconense Maria Victoria García, de 84 años, con una sonrisa pegadiza. En la vida, no lo ha tenido fácil: ha superado dos cánceres, una hepatitis y el rechazo temporal por parte de un grupo de familias porque ponía demasiados deberes a los alumnos. Era maestra, de esas que dejan huella (pero para bien): con los años, esas mismas familias que se quejaban incluso quisieron hacerle una manifestación para que esperara a jubilarse. "Encontré a los alumnos muy mal y los dejé bastante bien", ironiza.

Aunque le gustaba mucho su profesión, ella es mujer de teatro y, después de jubilarse, hace 24 años, decidió dar más vida a este arte que cultiva desde pequeña. "El año 52, en plena dictadura, recité en catalán el poema La Negra en el Teatro Metropol de Tarragona. El jurado me dio el segundo premio", recuerda. Una agenda la pone al día de lo que debe hacer, principalmente, en el colectivo Dones Vives, que lidera. Con ellas, han representado Las pastorcillas van a Belén –una versión del espectáculo teatral que había creado para sus alumnos–, también recitan poemas, escriben, realizan excursiones y viajes (el último en Toledo), celebran cumpleaños y el nacimiento de los nietos.

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Defensora de los derechos y del empoderamiento de las mujeres, García, que recibió la Medalla de Honor de Barcelona, ​​es miembro del Consejo de Mujeres de Barcelona y del Institut Català de les Dones. "Aunque se ha mejorado respecto a años atrás, las mujeres todavía están muy cosificadas y asumen más carga emocional que los hombres". Además, es voluntaria del proyecto de acción comunitaria Radars, también realiza talleres en el centro cívico de su barrio de Les Corts y da conferencias –la última sobre las mujeres en las cárceles–. "Si puedo llegar a todo, llego", asevera mientras envía –en comunión con la tecnología– vídeos humorísticos a sus amigas, en los que ella protagoniza variados personajes. Los empezó a hacer durante la pandemia y todavía graba por las noches cuando no puede dormir. En algunos interpreta a Paca y Lola; en otro hace una parodia de Franco... y así hasta 36 vídeos distintos. "Comunicar es mi pasión", asegura García. "El día que me jubilé pensé cuántas cosas más puedo hacer. Mientras viva debo vivir. Y vivir es eso", admite.

Beatriz Sotela (62 años): "Me maravilla el mundo, la belleza de las razas, las culturas..."

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"Amo a la Garrotxa ya quienes viven. Se nota que han pasado tiempos difíciles y, por eso, tratan de mantenerse reservados con sus cosas. Tengo muy buenos amigos aquí y en todo el mundo. Me encanta la gente", describe Beatriz Sotela, que pasó 32 años volando a 40.000 pies de altura. Nacida en Costa Rica, esta exazafata de vuelo, que guarda infinidad de cartas "bellísimas" de pasajeros que alababan el buen servicio y la atención que ella ofrecía a bordo, se jubiló "no por cansada" sino porque, después de 40 años trabajando para compañías como Iberia o American Airlines y aterrizar en sitios como Alemania, París, Roma, Londres, Nueva York, Hawái o Pensilvania, quería otra cosa: pintar. Durante los vuelos más largos, se llevaba el material y dibujaba a la tripulación en el tiempo de descanso; dibujos que, después, les regalaba.

A sus 62 años se jubiló y desde entonces, aparte de pintar –pasión que se le despertó cuando tenía dos años; su abuela le hacía de maestra–, Sotela da clases de pintura a un grupo de amantes del dibujo, y hace poco incluso ha inaugurado una exposición en la capilla de Santa Anna de Argelaguer. Entre sus creaciones al óleo de los lugares donde ha estado, se encuentra una chica refugiada procedente de Zambia, otro refugiado de Uganda, un apache de Colorado, una mujer de Vietnam que siembra arroz o unos monjes del Tíbet... Todos tienen en común su mirada: parece real. Exuden emociones y pensamientos. "Capturo la esencia de la persona".

"Me maravilla el mundo, la belleza de las razas, las culturas... Ahora bien, si alguien no se me cae bien, no puedo pintarlo", ironiza. Esta viajera, que vino a la Garrotxa por primera vez para realizar una estancia con un grupo de meditación y un tiempo después volvió para quedarse, no olvida, a pesar del paso de los años, ni el cielo ni las alturas. En los próximos meses, tiene previsto viajar a la India. "Nunca hinche un chaleco salvavidas dentro de un avión, mantenga el cinturón abrochado durante el vuelo y escuche atentamente las indicaciones de las asistentes de vuelo. Los aviones son muy seguros y nosotros –recalca– hemos hecho intensos entrenamientos para poder evacuar un avión de más de 300 pasajeros en tan sólo 90 segundos". Cuando ve pasar un avión por el cielo, ya no se le caen lágrimas de añoranza, pero todavía le saluda y les desea a todos un vuelo placentero y sin peligros.

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Pedro Valle (60 años): "Aunque mi cuerpo me recuerda la enfermedad, el trabajo por los demás me ayuda a no pensar tanto"

En el trabajo, mientras trabajaba de protésico dental, Pedro Valle resbaló y, al caer al suelo, se hizo una fisura en el cuello del fémur. Después de cuatro meses de recuperación, cuando llegó el momento de dejar las muletas, no pudo andar. "Tenía inestabilidad. Mi cuerpo no me sostenía. Las piernas no me aguantaban", recuerda. A la mutua, le realizaron varias pruebas y, en una de ellas, llegó la aproximación al diagnóstico. "No quiero asustarte –me dijo la médico–, pero ve a un neurólogo", detalla Valle, de 60 años. La prueba que le habían hecho para comprobar la conectividad que tenía el cerebro con el resto del cuerpo había dado cero. "Pensaron que el ordenador se había estropeado. Incluso cambiaron los electrodos y repitieron el test, pero nada: el sistema nervioso de las extremidades no enviaba regreso al cerebro", concreta. Pasar de coger estructuras metálicas para recubrirlas de capas de cerámica y construir de forma artesanal piezas dentarias –un trabajo que desempeñaba, con pasión, desde hacía 40 años– a dedicarse a entidades sin ánimo de lucro ha sido un cambio.

Con una enfermedad genética minoritaria llamada Charcot-Marie-Tooth, que está latente y se manifiesta, precisamente, sólo cuando existe un traumatismo, Valle confiesa que antes no tenía agenda y ahora, en cambio, "tiene una, y muy llena" . Lleva la sección de redes sociales a la asociación de Donants de Sang; también forma parte de la entidad Donem Girona, dedicada al fomento de la donación de órganos; además, realiza talleres de tecnología de móvil y tabletas a las personas mayores del casal de Bescanó y el casal de Sant Gregori y, aparte, forma parte de CiberVoluntarios (una red de voluntarios tecnológicos), donde también da clases. "Aunque mi cuerpo me recuerda a la enfermedad, con rampas y caídas, el trabajo por los demás me ayuda a no pensar tanto", asegura.

Mientras pueda seguir haciendo todo esto, que no sólo le ocupa sino que también le llena el alma: reuniones y actividades para conseguir más donaciones de sangre; enseñar a las personas mayores, por ejemplo, cómo pedir cita al médico a través del móvil, u organizar exposiciones sobre órganos para incrementar las cifras de donantes de corazón, córnea o riñón, entre otros. "Me gusta más la actitud que tengo ahora en la vida que la de antes", afirma. Un día a día que compagina –con el permiso de la enfermedad– con la afición de hacer paellas valencianas, de donde es originariamente Valle. "Antes cocinaba muy poco; ahora, de todo. Me invento recetas".