11-S: la imagen imborrable
1. Arte. Cuando el compositor alemán Karlheinz Stockhausen calificó el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York como “la mayor obra de arte de todos los tiempos”, mucha gente se indignó. Su colega Ligeti sentenció que si lo había dicho “lo tendrían que cerrar en un manicomio”. Después Stockhausen aseguró que había un malentendido, que su frase era otra: “la mayor obra de arte de Lucifer, el ángel caído que envía el mal”. La frase de Stockhausen podía ser inoportuna en el clima de choque en el que se produjo, pero nos dice mucho sobre las reglas de la sociedad espectáculo que los terroristas interpretaron a la perfección, hasta conseguir un impacto que en su potencia ha dejado ocultas a las víctimas (2.977 muertos y más de 25.000 heridos según las cifras oficiales) y en una nube los otros acontecimientos de aquella insólita jornada: ¿qué sabemos de la acción contra el Pentágono y del avión que se estrelló en Pensilvania?
Obra de arte o no (este sería un largo debate), el hundimiento del WTC es una presencia imborrable desde aquel día que resiste al riesgo de banalización. Icono del momento en el que la historia vuelve, como tantas veces, por la vía salvaje, y dejando descolocados a los que la habían dado por acabada, que ahora están obligados a reconocer que solo estábamos en un cambio de época. Al-Qaeda, una organización tan efímera como absurda, tiene asegurada una presencia póstuma gracias a esta imagen que sobresaltó al mundo y que ha dado pie a todo tipo de interpretaciones y teorías conspirativas, en la medida en que la información ha sido escasa. Joe Biden anuncia ahora la desclasificación de documentos de aquel episodio.
Efecto genuino del poder de la imagen, la fascinación es un camino directo hacia la confusión. En este caso, una imagen reforzada, más allá de su espectacularidad, por la excepcionalidad del acontecimiento: era la primera vez que Estados Unidos eran atacados directamente en su territorio metropolitano (el precedente de Pearl Harbor no dejaba de ser periférico). Es decir: el imperio intocable que intervenía aquí y allá pero a cuyas fronteras nadie osaba acercarse, que ganó la Segunda Guerra Mundial sin exponer su territorio continental, era finalmente violado. ¿Cambió el mundo o aceleró un cambio que ya estaba en camino? Esta es una de las cuestiones que se plantean veinte años después.
2. Fuga. En el despertar del 11-S, y mientras Estados Unidos ponían la furia, el resentimiento de potencia humillada por delante (¿dónde estaban sus famosos servicios de información?), hemos ido descubriendo un escenario nuevo, en el que el capitalismo, haciendo honor a su capacidad de mutación y adaptación, se ha globalizado tomando formas diversas (hay que hablar de capitalismos, en plural, aunque solo fuera en honor a China), que nos sitúan en nuevos modelos de lucha por la hegemonía. A la potencia americana le cuesta adaptarse. Se pretendía que la expansión del capitalismo fuera acompañada de la generalización de la democracia (y así se proclamó después de la caída del Muro de Berlín). Pura fantasía: el capitalismo ya es global. Y la tendencia del momento es el repliegue autoritario, ya sea en formas de capitalismo de estado o de regresión radical conservadora en clave patriótica.
Decía el filósofo francés Claude Lefort, a finales de 2001: “Esta fuga hacia adelante, de negación de la realidad del conflicto, que se ha hecho en nombre de la economía, finalmente conduce al peor de los discursos: el conflicto de civilizaciones. Para negar la política se acaba en el enfrentamiento de culturas”. De forma que el encuentro ocasional entre capitalismo y democracia, fruto de la fase industrial de la economía y con el estado nación como marco, se está diluyendo, mientras nuevas fuerzas públicas y privadas buscan construir hegemonías a través del control digital y del autoritarismo, en un modelo que representan de maneras diferentes el capitalismo de estado chino y las derechas occidentales, liberales en economía y autoritarias en todo lo demás. Veinte años después, dos imágenes nos dejan constancia de donde hemos llegado: el asalto al Capitolio, orquestado por el presidente Trump, y los aviones elevándose desde el aeropuerto de Kabul, huyendo del desastre.