Adictos a las conspiraciones
Cuando no terminamos de entender un fenómeno, una tentación fácil es refugiarnos en las conspiraciones, en la maldad oculta, en el enemigo invisible. Dejar volar la imaginación. Históricamente, los judíos o las brujas, para poner dos ejemplos, han sido los recibidores de nuestras desgracias. La expresión caza de brujas no existe porque sí. Y el Holocausto fue el paroxismo de una larga culpabilización y persecución que se remonta a la Edad Media. El presente no es inmune a esta tendencia a resolver las propias desgracias con una fabulación doliente y victimista que nos facilita la búsqueda constante de malvados bajo las piedras. Hobbes es siempre un refugio seguro: “El hombre es un lobo para el hombre”. A quienes no practican este arte tan tranquilizador como excitante se les califica de ingenuos. ¿Cómo puede ser que no vean que siempre hay un poderoso perverso que nos quiere chafar?
La racionalidad es incómoda, lenta y poco atractiva. No puede competir contra las conchabanzas. Es como oponer un ensayo erudito a una película de polis heroicos contra asesinos sanguinarios. En medio del caos comunicativo en que vivimos, es más fácil instalarse en la propia burbuja de memes y titulares envenenados que hacer el esfuerzo diario de leer noticias a fondo, de buscar artículos de opinión matizados, de contrastar. En definitiva, de informarse de verdad. No hay color: el mundo de buenos y malos de las redes es infinitamente más atractivo y placentero, aunque nos provoque un placer sucio y nos confirme nuestras fantasías malvadas. Uno se tiene que empezar a preocupar cuando cree que todos los males siempre le vienen del mismo lugar, cuando siempre hay una única explicación a sus desgracias.
Si el problema siempre son los inmigrantes o los negros o los homosexuales, o todos ellos a la vez porque son los diferentes, entonces es que ya no hay hechos, sino obsesiones. Si los periodistas, científicos, historiadores y expertos siempre nos engañan, es cuando uno empieza a dar crédito a las teorías conspirativas más estrafalarias y poco contrastadas que corren por internet: Hitler sobrevivió a la derrota, las Torres Gemelas las hizo caer la CIA, el cambio climático es un invento, el covid-19 lo fabricaron unos perversos científicos en un laboratorio, las vacunas para combatirlo mejor no ponérselas porque vete a saber... ¿Los hechos contrastables? Nada. Vivimos en el reino de las opiniones y de las intuiciones malignas.
Hay cierto independentismo que se ha instalado en esta simplificación absoluta: España es el origen y el final de todo lo que nos pasa. España sin matices, como un todo, el mal absoluto. Es una explicación redonda, sin rendijas, que minimiza las contradicciones de la sociedad catalana, su pluralidad y debilidades. Porque al final el problema está fuera. En este caso, la teoría conspirativa consiste en la construcción de un enemigo omnímodo que nos libera de toda responsabilidad y racionalidad y que, a la vez, nos encadena a la condición de víctimas y en última instancia justifica todo lo que hacemos para liberarnos. Cualquier intento de comprensión del problema político entre Catalunya y España, cualquier vía de entendimiento o de diálogo, rompe la magia perversa y, por lo tanto, es visto como un engaño o autoengaño.
En este caso, claro, hay hechos, realidades. Hay una catalanofobia constatable, hay represión policial y persecución judicial. Está Vox. Y Casado. Y el alma jacobina del PSOE. Y la incapacidad de reconocer la plurinacionalidad peninsular. Y el agravio fiscal. Pero si esto nos impide ver otras caras de la realidad propia y ajena, si empobrece nuestra capacidad de análisis crítico y autocrítica, salimos perdiendo.
Os recomiendo leer la entrevista que Sílvia Marimon hizo al historiador de Cambridge Richard J. Evans, experto en falsas conspiraciones, en la imaginación paranoica y sus consecuencias políticas.
Ignasi Aragay es el director adjunto de ARA
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