Los alumnos siempre tienen la razón

La anécdota, que conozco de primera mano, es estrictamente cierta. A mediados de los años 1960, el historiador Jordi Nadal, profesor de historia económica de la Universidad de Barcelona, ​​suspendió a una alumna porque, en el examen, había escrito extranjero con g. Hoy en día, que una alumna de la Facultad de Económicas suspendiera una prueba por una falta de ortografía nos parecería una exageración y provocaría incluso un pequeño escándalo. La pregunta, naturalmente, es por qué. ¿Por qué no puede exigirse a cualquier estudiante universitario que escriba con corrección? ¿Por qué hay quien sostiene que las normas ortográficas no son tan importantes? La respuesta es que la ortografía no es más que un síntoma, una manifestación, de algo mucho más profundo y trascendente: el dominio de la lengua, que pasa por la gramática y el léxico, y por la ortografía, claro.

Pondré un ejemplo extremo, porque pienso que así se puede entender mejor el argumento. Un profesor de una universidad norteamericana me explicaba que, cada vez más, los ingresos de su institución dependen del creciente número de estudiantes asiáticos, la mayoría chinos, que se matriculan. (Veremos qué va a pasar ahora con Trump, en su combate, lleno de resentimiento, contra las universidades.) Pues bien, este profesor me decía que, ante la dificultad del dominio del inglés que tienen muchos de los estudiantes chinos, lo que había terminado haciendo la universidad, año tras año, era rebajar el nivel de la docencia. Existe, por tanto, una correlación estricta entre el dominio de la lengua y el nivel de exigencia que podemos esperar de una institución docente. De ahí la importancia primordial que deberíamos otorgar a la forma en que leemos y escribimos.

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Con todo, no parece que los disparos vayan por ahí. El hecho es que un día leemos en el diario que en las pruebas de acceso a la universidad (antes decíamos, por algún motivo, la "selectividad") las faltas de ortografía sólo se tendrán en cuenta para rebajar puntos a la nota en los exámenes de lengua y literatura; al día siguiente, el departamento de Investigación y Universidad se corrige y dice que lo amplía a las asignaturas humanísticas. El día antes, el Telediario nos regalaba un bonito reportaje en el que se justificaba que un número importante de estudiantes de la universidad practiquen un absentismo escandaloso de las clases, dado que se aburren con las lecciones magistrales con las que les torturan los profesores –en lugar, supongo, de interesarse por su estado emocional, que es lo que pertocaría–. (algún día alguien tendrá que explicar cómo han alcanzado el inexplicable poder que se les ha dado) la "transmisión del conocimiento" es, incluso, reprobable. Entonces, ¿alguien me puede explicar qué van (perdón, no van) a hacer, los alumnos, a la universidad?

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Mientras ignoramos que el lenguaje es la herramienta fundamental para captar la realidad (y para cambiarla), asistimos a un empobrecimiento galopante de la lengua. Pero la rebaja constante de la exigencia –acompañada de la aquiescencia general de unos padres que tienden a sobreproteger a sus hijos– se disfraza con la "lengua de madera", que dicen los franceses, que utiliza el sistema educativo en su conjunto, un lenguaje lleno de estereotipos y que ha conseguido vaciar de todo contenido palabras como " tótems.

Hace ya muchos años, Renfe pasó a llamar clientes a los usuarios de la red pública de transporte público. Supongo que quien impulsó ese cambio estúpido de denominación había asistido a los correspondientes cursillos de marketing. Hacia la misma época, la universidad pública empezó a adoptar el mismo vocabulario, por lo que ahora los estudiantes tienden a considerarse cada vez más como clientes, perfectamente conscientes de sus derechos y poco de sus deberes. Una mercantilización que afecta también a las bibliotecas públicas, que, a menudo, han abandonado la pretensión educativa y prescriptiva con la que nacieron y se han convertido en supermercados atentos a servir a la demanda de sus clientes (los antiguos usuarios) ya desestimar, por ejemplo, el papel de los clásicos de la literatura en favor de las nuevas formas de distracción. Porque todo va de eso: convertirnos no en ciudadanos críticos sino en consumidores complacientes.

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Parece, pues, que hemos adaptado aquella frase tópica que dice que "El cliente siempre tiene la razón" y la hemos convertido en "Los alumnos siempre tienen la razón". Y, por tanto, si hacen faltas de ortografía, ocurre que te he visto. No es tan grave. Ya pasarán el corrector automático, y todos haremos ver que creemos que saben escribir. Y así vamos rodando, pendiente abajo.