Angela Merkel en Barcelona
He compartido con unos pocos cientos de personas más el interés por ver y sentir de cerca a Angela Merkel en la presentación en Barcelona de su libro de memorias, Libertad (RBA). Lo interesante es que bajo gruesas capas de memoria selectiva, marketing editorial y diplomacia de manual, atisbamos a la persona.
Su pasado hasta los 35 años en la RDA lo resume enseguida: infancia feliz, "no delaté a nadie" y la profesión de científica no la ponía en conflicto con el estado porque la ley de la gravedad es igual tanto al comunismo como al capitalismo.
Merkel (en realidad, todos la hemos llamado "la Merkel") no ve la política con cinismo, probablemente porque, al igual que nos ocurre a quienes conocimos la dictadura franquista, ha visto mejorar su país con la llegada de la democracia y el juego de partidos. Y de aquella época, que evoca un tanto añoranza, le viene que no vea a los adversarios políticos como enemigos (algo de eso había durante la Transición aquí también, ahora ya no), pero los populismos no los tolera: no se puede aceptar que "un partido decida quién es el pueblo y quién no".
Cuando defiende el multilateralismo y un papa argentino suena ingenua; cuando dice que con Rusia debemos entender "por qué existe y tiene el primer arsenal nuclear del mundo", suena pragmática, y cuando dice que Trump tiene mentalidad de promotor inmobiliario, porque entiende las relaciones internacionales como la competencia por una propiedad donde uno gana y otros pierden, suena clara.
Merkel es aquella mujer hiperresponsable, autocontenida y supereducada que nunca se suelta, ríe con seriedad y vigila de no cometer errores que ya nos parecía cuando la veíamos por televisión. Y que manda. Bastaba con ver cómo cortaba las ideas con las manos.