Atacar obras de arte (en nombre de la causa)
Hace unos días, un par de activistas propalestinos atacaron un cuadro de Picasso para protestar contra el genocidio en Gaza, perpetrado por el gobierno y el ejército de Israel. Los activistas pertenecían a una organización británica llamada Youth Demand [El Jovent Exigeix], y los hechos sucedieron en la National Gallery de Londres, donde está expuesta una de las muchas maternidades pintadas por Picasso. Los dos activistas engancharon encima, precisamente, una imagen de una madre palestina que aguantaba en brazos a su hijo ensangrentado. Es la primera noticia que tenemos de una agresión contra una obra de arte en un museo como protesta por la tragedia en Palestina, pero recientemente hemos visto varias similares, a cargo de activistas contra el cambio climático.
Se entiende el mensaje que pretenden transmitir unos y otros, pero el resultado no puede ser más equivocado. El arte, la literatura, el teatro, la música, todo lo que llamamos cultura, no son privilegios burgueses, sino conquistas de la humanidad. Representan lo mejor que somos capaces de hacer como especie, y son, precisamente, respuestas contra la barbarie y la violencia: respuestas firmadas por uno u otro autor, sí, pero firmadas en nombre de todos nosotros. En el fondo el arte es siempre colectivo, porque nace de las inquietudes, los dolores y las fascinaciones de su tiempo, y es siempre político porque nos habla a todos, nos pregunta, nos cuestiona (o nos insulta o nos divierte o nos embelesa) a todos.
Por eso, los que destruyen el arte y la cultura son siempre los autoritarios, los totalitarios. Los fascistas, los neofascistas, los imitadores o los nostálgicos de los fascistas, o los que se dejan deslumbrar por ellos. Desde una sala de cine de barriada o un ateneo popular hasta los museos más elitistas, los lugares en los que se exhibe cultura, los lugares de la cultura, deberían ser siempre respetados. Atacar un museo, o una librería, o una biblioteca, o un teatro, no es ir contra el sistema, todo lo contrario: es reforzar la parte más oscura de ese mismo sistema. Es un acto contra el bien común, que es el primero que debe respetar a alguien que pretende abanderar una causa justa.
Los fascistas, históricamente, han hecho siempre hogueras muy altas con los libros. Los integristas y los fanáticos religiosos atacan a pintores y dibujantes porque les ofenden sus imágenes. Las dictaduras –de derecha y de izquierda– han perseguido siempre a los escritores, cineastas, dramaturgos, actores y humoristas, porque no toleran verse sometidos a la crítica de sus palabras. Los nazis (y su versión casposa, el nacionalcatolicismo franquista) condenaban a la mayor parte del arte moderno –como Picasso, sin ir más lejos– por “degenerado” o “repugnante”. Alguien que no era nazi, pero sí bastante desagradable, como Margaret Thatcher, definió al pintor Francis Bacon como “un hombre horrible que pinta unos cuadros espantosos”. Todos ellos estaban, están, convencidos de tener razón. Como los que vandalizan museos y obras de arte en nombre de la causa que sea.