Austria y la transformación ultra europea

En febrero de 2000 aterricé en Viena para cubrir la llegada de la extrema derecha austríaca al gobierno del país gracias a un acuerdo con el Partido Popular de Austria de Wolfgang Schüssel. Se trataba de una coalición sin precedentes en la historia de la integración europea. El Parlamento Europeo aprobó una resolución que advertía de que el nuevo ejecutivo "legitimaba la extrema derecha en Europa", y países como Francia o Bélgica, preocupados por su propia realidad política, presionaron a la UE para aprobar unas sanciones diplomáticas contra Viena que quedaron superadas en cuestión de meses. La rápida erosión del consenso europeo contra el FPÖ (Partido de la Libertad de Austria) de Jörg Haider dejaba ya intuir, sin embargo, las profundas divisiones entre las élites políticas europeas que marcaría las dos décadas posteriores.

Aquel febrero del 2000 abrió la puerta a una transformación profunda de una escena política que avanzaba aceleradamente hacia la atomización y la radicalización. Desde entonces, Viena siempre ha ido por delante. Ha sido el termómetro de los logros y los males –entre escisiones internas y corrupción– que han arrastrado a muchos de estos partidos de derecha radical. Pero también fueron los primeros en identificar la crisis política de representatividad que amenazaba a la Unión Europea. Bastaba con escuchar atentamente para intuir lo que venía.

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El éxito electoral de Jörg Haider se edificó sobre la promesa de "hacer una revolución cultural" para derrocar la "clase política dirigente y la casta intelectual" que se había apoderado de Austria. Aquella victoria confirmaba el fracaso del modelo de democracia consensual que durante décadas se repartió el poder hasta hartar al electorado. La “gran coalición” entre democristianos y socialdemócratas estaba agotada, corrompida hasta el extremo de dividirse políticamente desde los altos cargos de la administración hasta las plazas de bedel de una escuela. En la calle y en las redacciones de los medios de comunicación, los austríacos estaban más molestos por ese duopolio que había tomado el control total del país que por los discursos y la chulería que gastaba Haider –el hombre que les prometía “la regeneración política del país” ”.

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Pero la Europa de la gran coalición siguió marcando el paso, durante veinte años más, de una Unión de crisis concatenadas y de constante erosión de las grandes familias políticas tradicionales. En este cuarto de siglo –de esa victoria de Haider a los resultados históricos del FPÖ de este fin de semana–, la extrema derecha ha pasado de ser el voto de protesta que servía para castigar los excesos y la desconexión de las fuerzas de gobierno a convertirse en una alianza con poder propio, que se sienta en el Consejo de Ministros de la UE y se ha consolidado como el tercer grupo más numeroso de la Eurocámara.

Este triunfo del FPÖ cierra un año de importantes ganancias electorales para la derecha iliberal en todo el continente, con la victoria del euroescéptico Robert Fico en Eslovaquia y la de Geert Wilders y su discurso antiislam en los Países Bajos; un año que ha consagrado el partido de Marine Le Pen, Reagrupament Nacional, como el primer partido de Europa en número de escaños en la Eurocámara, y en el que Alternativa para Alemania (AfD) ha conseguido la primera victoria de extrema derecha en unas elecciones regionales alemanas desde la Segunda Guerra Mundial al estado oriental de Turingia.

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Es la Europa que desafía a Bruselas desde esa alianza alternativa de poder que tiene Budapest como centro neurálgico y el primer ministro Viktor Orbán como modelo a seguir.

La evolución política de los últimos años ha acabado creando un panorama confuso, atomizado y radicalizado a la derecha del espectro político europeo, donde las líneas entre la derecha tradicional, la radical, la xenófoba o la euroescéptica se han ido borrando, diluyendo y fragmentando.

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Europa, el continente de la historia, de las calles preñadas de estatuas de vencedores y vencidos, de tratados y fronteras que ahora se vuelven a utilizar como líneas de demarcación de soberanías nacionales necesitadas de musculatura simbólica, está transformando el discurso y la agenda política de una UE a la defensiva.

La Unión Europea corre el riesgo de deseuropeizarse; de deshacer este presente común y frustrante para devolver a la realidad de unas capitales –con retóricas identitarias en distintos grados– dispuestas a imponer nuevos equilibrios. El escenario del mundo de ayer se tambalea de nuevo entre conflictos de la memoria, discursos de odio y ambigüedades calculadas que emprunten eslóganes nazis.