Barcelona es un supermercado

Si Miguel de Unamuno resucitara en Barcelona, desde luego no volvería a decir aquellas palabras suyas, tantas veces parafraseadas: “A los catalanes les pierde la estética”. Gaudí, por su parte, si apareciera cerca de alguno de sus monumentos emblemáticos, podría pensar que han convertido sus lugares “en una tienda de ladrones”. A escasos metros de la Pedrera se encontraría con enormes escaparates que exhiben pañales, botellas de alcohol, baratijas turísticas de todo tipo y camisetas de lemas ofensivos.

Los rótulos "Supermercat", unos más feos que otros, se han expandido por toda la ciudad y las luces de neón de sus interiores iluminan nuestras calles, incluido el bello núcleo histórico. ¿De verdad no tienen potestad las autoridades municipales para decidir qué tipo de comercio se abre, dónde y en qué cantidades? ¿Establecer unos mínimos criterios, también estéticos? Si para una barcelonesa adoptada resulta inverosímil, no puedo ni imaginar cómo (sobre)viven esta degradación progresiva de la ciudad condal los que nacieron en ella. En la mía se convirtió el año en la víspera de las Olimpiadas de 1992, y durante un tiempo viví su esplendor progresivo. De ahí no doy crédito cuando ahora la visito. Sí -como tanta otra gente, he tirado la toalla, y he buscado refugio en las afueras.

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Al aterrizar por el centro de Barcelona, uno se siente como en medio de la pintura El jardín de las delicias de Bosco, con seres, cosas y paisaje trastornados; hay muchas, demasiadas cosas, que agreden a la vista, a la dignidad y al sentimiento de pertinencia. ¿Cómo es posible que esta preciosa ciudad, tal vez la más bonita del mundo, se haya vuelto invivible en tantos aspectos? La hemos hecho invivible, o la han hecho invivible.

En los últimos años he viajado mucho por diferentes países y lugares; por el oriente y occidente, por los países más y menos desarrollados; en ninguna urbe he visto partes históricas tan usurpadas por escaparates y comercios colocados y diseñados sin criterio alguno. Si alguien hace treinta años me hubiera dicho que el centro de nuestra bellísima ciudad tendría este aspecto, hubiera apostado a que esto es imposible.

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Pero parece ser que el mal no viene solo por unas malas decisiones de los que tienen poder. Viene, también, de que éstas se suceden por una eterna tradición política que, independiente de su color ideológico, consiste en lavarse las manos, evitar responsabilidades y escaquearse de los problemas complejos. Y Barcelona se ha convertido en un problema complejo ante el que muchos, entre los que yo me incluyo, se han retirado. En el sentido literal. “Como aquel amante que no ha dejado de estimar al objeto de su amor, pero como sabe que no le conviene, lo deja”, diría Platón. Otra cita, y no para resultar pretenciosa, sino porque hay situaciones tan banales e incomprensibles, que a uno le faltan palabras propias para expresar la estupefacción, la impotencia, y por qué no decirlo, también la rabia.

Para recuperar una saludable vida urbana, Barcelona necesita un lavado de cara muy serio, con una transparencia política real, donde se sabe quién decide (o no), por qué lo hace (o no), y qué consecuencias tiene todo esto. Los ciudadanos esperamos que nos vayan, al menos, informando. Es la hora de comenzar, si no queremos perder Barcelona para siempre.