Las barreras invisibles de la (mala) administración

Cuando pensamos en el crecimiento de un país, hasta qué punto su economía es productiva o en qué medida sus ciudadanos viven bien, más allá de medir la riqueza, nivel educativo o estado del bienestar, debemos mirar cuál es la calidad de su administración pública. Cuanto más eficiente sea, mejor responderá a las necesidades de la ciudadanía y de las empresas. Y, si ponemos a examen nuestra administración, tenemos motivos para preocuparnos.

Los dos últimos grandes informes sobre el crecimiento europeo –de Draghi y Letta– y cómo reformar Europa nos hablan de uno de los grandes males que sufre nuestra administración: la excesiva burocracia. Las garantías de seguridad jurídica –que disfrutamos los europeos y los inversores en el continente– han venido, desgraciadamente, de la mano de un exceso regulativo que, en última instancia, dificulta el crecimiento empresarial y el acceso de la ciudadanía a las ayudas sociales. En nuestras relaciones cotidianas con la administración con demasiada frecuencia nos perdemos en un laberinto administrativo.

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Las cargas administrativas afectan a la eficiencia y el acceso de los ciudadanos a los servicios públicos. Son los también conocidos como sludges de los que nos habla el premio Nobel Richard Thaler, o el asesor de Obama Cass Sunstein: barreras que pone la administración para poder interactuar con ella. Y una de las más habituales es la que ahora Salvador Illa quiere prohibir por ley: la cita previa obligatoria. Sin entrar en la discusión de si es necesario o no modificar la ley para impedir una barrera que no está apoyada por la legislación actual, la covid nos trajo, entre muchas desgracias, la aplicación de mecanismos justificados en situación de emergencia que, extendidos más allá de la pandemia, suponían un abuso, justificado sólo para facilitar la organización de algunas instituciones. Por ejemplo, eliminar la jornada partida de muchas escuelas catalanas, con las consecuencias que esto supone para el alumnado –especialmente el que está en una situación de mayor vulnerabilidad–. O mantener la cita previa obligatoria para relacionarse con la administración, ya sea para solicitar la renta garantizada de ciudadanía (RGC) o una ayuda para la vivienda. Poder comunicarse de forma directa con la administración local, provincial, autonómica o estatal es un derecho de toda la ciudadanía y no puede imponerse la cita previa como única manera para acceder a ella. La cita previa es, eso sí, un mecanismo útil para gestionar las comunicaciones que puede beneficiar a aquellas personas que prefieran dirigirse directamente a las administraciones, a pesar de tener que asumir el coste de hacer cola.

El Estado es el gran proveedor de servicios para la ciudadanía, y debe aceptar y asumir este papel garantizando que lo hace con la mayor eficacia y respeto por los criterios de buena administración y de legalidad. La reforma de la administración pública del Govern –liderada por el consejero de Presidencia, Albert Dalmau, y con una comisión de expertos encabezada por el catedrático Carles Ramió– parece bien orientada. Desgraciadamente, la historia de nuestro país nos indica que es más fácil eliminar los proyectos de reforma administrativa que las citas previas.

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