Una cama de matrimonio

Llegan al hotel. Ningún vestigio de lo que habían sido. Aquella alegría de la primera observación de la cámara (¿cómo es el aseo?) ya no existe. Ahora él no le dejaría coger una chocolatina del mueble bar. “¿No ves que es carísimo?”. Pese a que ella gana más dinero, él la regaña por los precios. Entonces, en cambio, se habrían comido el bote de aceitunas. Habrían juntado las camas separadas, porque no habrían soportado dormir separadas. Ahora, en cambio, el vacío de la cámara –sin los dos niños, que se han quedado con la abuela– es pavoroso.

Son un matrimonio con un problema. Él quiere enseñar cosas, muchas, le gusta enseñar, enseñar a todo el mundo, pero no soporta aprender nada, nada de nadie, y menos de ella. Si ella explicase que sabe (sabe muy bien) que ha llegado un alienígena y que les explicará lo que hay después de la muerte, él se haría el descomido. Él quiere enseñar y siente un placer sexual al hacerlo. Lo que más placer sexual le provoca es ver a una película que ya haya visto con alguien que no la haya visto. Si enseña una canción a alguien y el alguien dice que la conoce, él, inmediatamente, dirá que cambia de canción, que busca otra.

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La mujer se tumba en la cama. El marido se acuesta a su lado. Por la noche irán a un restaurante con estrella, pero no lo disfrutarán. Él, quizá, si ella no se muestra entusiasta, se le mostrará. Si ella se muestra él estará descomido. Es siempre una lucha, una competición que impide la felicidad. Aprender de los demás. Qué placer sería... Ella sonríe, triste. Y ahora, ¿cómo será la noche?