Cambiar el relato de la movilidad
La bicicleta es el medio de transporte más civilizado que se conoce. Las otras formas de transporte son cada vez más espantosas. Solo la bicicleta mantiene su esencia.
—Iris Murdoch
Todo el mundo me saluda. Detrás del cristal de los coches o camiones. A menudo, aunque los conozca, no los reconozco (los cristales reflejan el exterior). “Tú eres la de la bicicleta, ¿verdad?”, me preguntan a veces en la tienda de comestibles o en el quiosco. “Te vi volviendo de Banyoles de noche, ¿no te da miedo?” En una sociedad motorcentrista, alguien que elige un medio de transporte activo como la bicicleta para realizar desplazamientos largos en un entorno rural –y en cualquier circunstancia– es, inevitablemente, una rara avis. El relato de la libertad de movilidad que ofrece el coche es tan fundamental en nuestra estructura social que en muchas ocasiones ni se nos ocurre pensar en alternativas. En cambio, los informes del IPCC (Intergubernmental Panel on Climate Change) y de la COP (United Nations for Climate Change Conference) nos recuerdan, año tras año, que la bicicleta debe ser un medio de transporte clave en este cambio de estilo de vida radical que deberíamos hacer antes de 2030.
Lo de ser conocida como la de la bicicleta no es algo de ahora, la segunda mitad de los años noventa me desplazaba ya a ritmo de pedal por Barcelona. Entonces la infraestructura para circular en bici era anecdótica y éramos pocos los que osábamos escoger la bici como medio de transporte único. Después de haber aparecido en varios medios explicando los porqués de mi opción cicloecologista, en 2007 me invitaron a un debate de BTV –tendenciosamente– titulado “¿La bicicleta molesta en Barcelona?” A mí me tocaba defender la bicicleta junto al director de movilidad de la ciudad de ese momento, que tenía muy claro que el volumen de circulación a motor de Barcelona era insostenible. Durante décadas hemos funcionado con una lógica motorcentrisa que ha condicionado mucho nuestro estilo de vida: para permitir la circulación masiva de un aparato como el coche en un espacio lleno de gente, hemos aceptado que era necesario convivir con el peligro y con una regulación del tráfico muy rígida y restrictiva. La ordenación de la vida urbana, el diseño de la ciudad, la imaginación que rige nuestra cotidianidad, todo ha girado en torno a la tiranía del motor. En pro del parque automovilístico se hicieron barbaridades como desmantelar la red de tranvías de la ciudad: “Barcelona, por fin libre de tranvías”, sentenciaba la propaganda del régimen cuando cerraron sus últimas líneas en 1971. Había que dejar paso al progreso (qué poco imaginaban entonces que acabaríamos necesitando refugios climáticos para cobijarnos de los resultados del progreso).
Si en la primera década del siglo XXI la bicicleta era el blanco de todas las quejas, ahora lo es el patinete eléctrico. Sin embargo, las circunstancias y las características de una y otra son muy diferentes. Las razones por las que el IPCC y la COP consideran que el papel de la bicicleta es esencial van más allá de la salud planetaria, también tienen que ver con la calidad de vida en las ciudades (la reducción del ruido y la liberación de espacio) y la salud pública e individual. La bicicleta, incluso cuando es eléctrica, pide pedalear, hacer deporte. Por el contrario, el patinete añade aún más inmovilismo a la (in)movilidad. Medioambientalmente, además, estos aparatos tienen un coste de producción bastante contaminante y una vida de tres años (¿qué debemos hacer después?). Asimismo, la mayoría de usuarios no cambian los desplazamientos en coche para hacerlo en patinete eléctrico, sino que dejan de andar y de ir en bici o transporte público. El patinete eléctrico, pues, quizás tampoco sea la idea de progreso que más nos conviene.
Lo que se impone como necesario son los incentivos atractivos para que la gente combine el ir a pie y la bicicleta en el transporte público. En muchos países se ha optado por reducciones fiscales y compensaciones económicas para desplazarse al trabajo en bicicleta, una medida que puede incrementar considerablemente el número de usuarios. Además de los incentivos económicos, para conseguir cambiar el relato de la movilidad también se necesitan más políticas e infraestructuras que ofrezcan facilidades y seguridad a los ciclistas. Pero, incomprensiblemente, parece que los esfuerzos vayan en la dirección contraria: hay muchas circunstancias que disuaden a la gente de combinar el uso de la bicicleta con el transporte público (aquí podría ilustrar este hecho con una multitud de ejemplos, pero lo dejo para otro día). En cuanto a la capital, teniendo en cuenta que Barcelona es una ciudad de clima benigno –o lo era, antes de la crisis climática– y pendientes mayoritariamente poco pronunciadas, el uso de la bicicleta debería ser similar al de ciudades como Amsterdam.
No sabemos si podremos detener la inminencia del infierno, pero no tenemos otra opción que intentarlo. Aunque siempre me ha gustado ser la de la bicicleta, todavía me gustaría más dejar de serlo.