Cambios de última hora

Lo único que no quería era morir en verano. Y aún menos durante la fiesta mayor. Fue lo que no quería lo que pasó. Se murió el segundo día de las fiestas. La mayoría de la gente vino con mucho dolor de cabeza a dar el pésame. Era la vida contra la muerte. Porque [como dice el refrán catalán] a l'estiu tota cuca viu. Esto es lo que decían y así es como veía a la gente. Especialmente alegre en verano. Demasiado. Se deshacían del invierno como si les molestara. Abrazaban los días largos como si la vida no lo fuera suficiente. Para ella lo había sido. Más de cien años entre dos siglos. Y ahora venían a despedirse con pantalones cortos y cara de no haber dormido en toda la noche. Sudados. Esto es lo que le daba más repelús. Su resobrina tendría que darse besos salados con quienes vinieran a consolarla. Y abrazos con cuerpos pegajosos. Qué asco. Solo con pensarlo, le pedía perdón como piden los muertos: con un golpe de viento. Aunque a su resobrina le daba completamente igual. No había heredado ninguna de sus manías. 

Aguantó toda la pandemia, dos veranos seguidos y, al tercero, cayó. Literalmente. Un golpe que la mató. Como lo hacen siempre los golpes, aunque hay gente que dice que te rehaces de ellos. El suyo fue definitivo. Afuera oía el ruido de los peatones y los gritos de las criaturas. Las grallas que le provocaban dolor de cabeza. Esto es lo último que oyó. Tuvo mala suerte. Cuando era joven no iba al baile de la fiesta mayor. Por eso se quedó soltera, le decían. Y en realidad se quedó sin pareja porque no tenía ganas de tener un marido. Pasaba el verano como pasaba el invierno, pero en cuanto empezaba a hacer fresco salía a dar paseos largos por los caminos y se dejaba embelesar por el paisaje. En verano la geografía se le enganchaba en los párpados. No le gustaba mirarla. 

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En su última fiesta mayor la orquesta no cantó Un rayo de sol. Tan apropiada. De hecho, no hubo orquesta y ella ya estaba muerta. Vino una chica joven con una máquina llena de botones y la gente bailaba delante de ella. Cantaban. Pero no conocía ninguna de las canciones. Entonces sí que se habría puesto a bailar. Vete a saber por qué no osó nunca hacerlo. No dejó nada por escrito ni ningún testamento. Tenía un piso y tenía familia. Allá ellos. Como ella, que yacía mientras todos querían estar en otro lugar. El cabezudo vino a despedirse. Se quitó la cabeza para saludar a los presentes. Iba descalzo. Entonces pensó que no había tenido nunca claro si había que llegar vestida o desnuda a la muerte. Así que cuando el cabezudo se volvió a poner la cabeza y salió con aquella cara inquietante, ella se quitó los zapatos y se puso a andar, por primera vez, en pleno verano.

Natza Farré es periodista y ha publicado el libro 'Tinc algunes certeses i molts dubtes' (Ara Llibres).