La Cañada Real, la vergüenza de esconder la miseria en Madrid
Estos últimos tiempos nos hemos hartado de oír cantar las excelencias de Madrid como paraíso de la “libertad” y el motor del crecimiento económico del Estado. Las fisuras ya hace tiempos que se han hecho evidentes, especialmente durante la pandemia, pero no es nuevo que hay otro Madrid, desigual y pobre, que no sale en los discursos grandilocuentes.
Uno de los más conocidos y extremos es el Madrid de la Cañada Real, un asentamiento irregular, considerado el más grande de Europa, que está a solo 15 kilómetros de Madrid y que acoge a centenares de familias que se refugian en barracas o en casas sin los servicios mínimos adecuados. La situación es especialmente grave en los sectores V y VI, este último el más grande de todos, que no tienen luz desde hace más de un año. En el V tienen una poca, pero con una potencia que apenas les llega para tener una bombilla encendida. Para cocinar o calentar la casa usan butano, pero en algunos casos la precariedad es tan grande que algunos vecinos no tienen ni para comprarse una catalítica.
El año pasado fueron noticia porque durante la grand nevada de Madrid se vieron obligados a quemar leña en la calle para cocinar y calentarse. Los niños no podían hacer los deberes, no se podían usar calefactores eléctricos y tampoco podían usar los electrodomésticos básicos, como la nevera o la lavadora.
El problema de la Cañada es ciertamente complejo. Tanto por el tipo de población que habita –un reciente comunicado de Cáritas cifra en un 5% el porcentaje de habitantes que se dedican a la droga, lo cual convierte la zona, además, en un foco de venta e inseguridad– como por la mezcla de población inmigrada y española que no ha encontrado ninguna otra salida habitacional y que hace años que vive en condiciones precarias. El problema es que, como son viviendas irregulares, no tienen cédula de habilidad, y esto hace que no puedan tener contadores de la luz como les correspondería. Por otro lado, algunos de los traficantes pinchan la luz de la calle para sus plantaciones, y esto provoca una sobresaturación de las líneas que causa el colapso. Es un pescado que se muerde la cola y que hace que no haya una solución fácil para estas casi 4.500 personas, 1.800 de ellas menores de edad, que no se pueden regularizar y pagar por sus servicios como querrían. El problema está enquistado, y aunque el Pacto Regional por la Cañada, del 2017, incluye una estrategia para realojar parte de la población, las actuaciones están prácticamente paralizadas.
Mientras tanto, como denunció el año pasado Naciones Unidas, continúa habiendo una “emergencia humanitaria” en esta zona, lo cual debería avergonzar y movilizar a las autoridades madrileñas y estatales de manera más clara. Las excusas, tanto de la administración como de la compañía Naturgy, que se ampara en los problemas burocráticos y en la sobreexplotación ilegal de la línea, no justifican el abandono de estos asentamientos. Hay mecanismos para solucionar la situación de manera provisional hasta que no se encuentre una salida definitiva. Las entidades reclaman soluciones paliativas –generadores, placas solares, estufas de butano– que eviten un segundo invierno de hielo, oscuridad y miseria para estos 1.800 menores.