Los catalanes somos inmigrantes
Cataluña atrae y ha atraído históricamente a gente de tierras foráneas muy diversas, pero también ha enviado al extranjero. Hoy mismo, ¿cuánto joven se va y luego sólo pueden volver con renuncias? Quienes están preparados y quieren hacer carrera y ganarse bien la vida, a menudo optan por ir a países donde se les valore la formación y el trabajo mejor que aquí, donde las últimas crisis las hemos financiado con sueldos estancados y precios (sobre todo de la vivienda) exageradamente al alza.
Los catalanes, pues, también somos y hemos sido históricamente –al final me referiré a ello– inmigrantes. Por eso sorprende que se criminalice tan a la ligera a los que llegan. La ecuación inmigrante igual a delincuente potencial es un insulto a la inteligencia. Entre 2001 y 2023 hemos pasado de poco más de 6 millones a 8, un crecimiento basado fundamentalmente en los recién llegados. ¿Dos millones de posibles ladrones? Más bien cientos de miles de hombres y mujeres que hacen los trabajos peor pagados, que les cuesta dios y ayuda regularizar su situación, que no tienen derecho a voto, que viven en viviendas precarias, que no se enteran de las ayudas, que tienen barreras lingüísticas y digitales, objeto de racismo por su aspecto... Sí, racismo. Cataluña no es tan acogedora como hemos querido imaginarlo. Vale, no tenemos las herramientas legales ni los recursos públicos suficientes para acoger la inmigración, ¿pero tenemos realmente su voluntad?
Diría que en determinados momentos la hemos tenido. En los años 60, durante la Transición y en los inicios de la democracia, con la esperanza del paso de la dictadura a la democracia y la recuperación del autogobierno, se impuso la idea candeliana transversal de "un solo pueblo". Desde Pujol hasta el PSUC, todo el mundo se la hizo suya. Esta idea dio fuerza al catalanismo, fue una herramienta de integración, de suma, de ambición cívica. Y no fue fácil porque la economía no acompañaba: crisis del petróleo de 1973, el textil cayendo en picado, la inflación al 26% en 1978. Pero existía la voluntad de reconstruir juntos el país. El discurso, al menos sobre el papel, se ha ido manteniendo, aunque cada vez con rendijas más peligrosas. Ya nos habíamos acostumbrado a los exabruptos divisores de Ciutadans y su heredero Vox, comprados por el PP. Y también al minoritario independentismo xenófobo. Pero que una formación central del catalanismo como Junts se apunte a alimentar el miedo al inmigrante, esto es nuevo.
La inmigración de hoy es más compleja y diversa que la de los años 60, mayoritariamente española. Y la excusa política de Junts es evidente: no dejar que Vox-PP y Orriols capitalicen el malestar de quienes deben convivir puerta a puerta con la diferencia, algo de entrada nunca fácil. Pero entrar en su juego es letal y rompe con una esforzada tradición integradora que algunos despectivamente llaman buenismo. Como escribía el otro día Najat El Hachmi, en todo caso el buenismo es el de los crédulos que tragan el simplismo antiinmigración. La disyuntiva es clara: se trata de decidir si se aborda la realidad de la inmigración desde el miedo y el rechazo demagógico (atención: ni se marcharán ni se les puede expulsar por decreto) o desde la incorporación responsable (atención: sin esconder sus dificultades y límites).
Vuelvo al principio. Históricamente, ha habido dos grandes momentos en los que muchos de nuestros antepasados huyeron forzados (les iba la vida) buscando refugio en otras tierras: después de las derrotas militares de 1714 y 1939, dos guerras de trágicas consecuencias humanas y políticas. De las dos diásporas, proporcionalmente la primera es la más numerosa. Durante la larga dictadura franquista hubo también muchos catalanes que fueron norte allá por motivos económicos. Todos ellos, en todas las épocas, supongo que aspiraban a ser mínimamente bien recibidos, que sólo querían una oportunidad para rehacer la vida lejos de casa y que no renunciaban a su identidad, sus creencias, su lengua. Lo mismo que les ocurre a los que han venido a vivir entre nosotros.