Catalunya 2021: contra el parlamentarismo

En los años 20 del siglo pasado, Europa vivía tiempos de grave crisis de legitimidad. El parlamentarismo estaba en cuestión. Por un lado, las revoluciones que derivaron del marxismo discutían la representatividad del government by discussion. Por el otro, las pulsiones autoritarias que se estaban cociendo en aquella década ponían en entredicho su utilidad política. El filósofo del conservadurismo alemán, Carl Schmitt, que acabaría siendo el cerebro jurídico del nazismo, imaginó un "estado total" para hacer frente a un parlamentarismo entregado a los partidos y a los intereses de clase (como la burguesía en aquel tiempo) que comprometían la libertad de opinión de los representantes del pueblo y, consiguientemente, silenciaban al mismo pueblo. Los Parlamentos habían dejado de cumplir la función de gobernabilidad de las naciones, y Schmitt acabaría teorizando la forma de la dictadura como el régimen perfecto que traería de vuelta la política en mayúsculas –y ya pueden imaginar en qué desastre resultaría.

En Catalunya, un siglo después, el parlamentarismo vive una crisis profunda. Hay culpables de todos colores. A la aplicación del famoso artículo 155 del año 2017, auténtica suspensión de la política que, no por casualidad, España heredaba de la copia que el franquismo había hecho de la Constitución del Tercer Reich, se ha sumado una paralización de la acción política, de la discusión común y del disenso como motor dialéctico. La acción legislativa y la ejecutiva se atrofia y el país se acostumbra a la pequeñez.

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Como una especie de estado total que torpedea el propio Parlament, el sujeto político Consell de la República confunde sus funciones legítimas y fiscaliza el nuevo liderazgo del independentismo, en manos de una débil ERC. Inconscientemente o no, se enmienda a la totalidad el parlamentarismo y, peor todavía, el sujeto político de más alta instancia: la Generalitat.

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Schmitt imaginó la totalización del Estado en forma de un régimen decisionista autoritario encarnado en un soberano indiscutido de innombrable recuerdo. La sombra decisionista, indiscutible, que se divisa detrás de los últimos capítulos post 14-F no ayuda a generar confianza ciudadana. Que hoy las masas, como hace un siglo, reclamen una política más descentralizada y coral que la del parlamentarismo de palacio no justifica que los parlamentos tengan que estar interferidos por un mando a distancia y nocturno. Desde fuera de la sede soberana –en forma de comité con cinco patas; tres partidos y dos organizaciones civiles–, los líderes del independentismo disuelven injustamente la diferencia entre hegemonía ideológica y representatividad popular.

Hay que abrir el parlamentarismo a los nuevos tiempos, hacerlo el espacio de lo común. Pero delegar, trasladar o subrogar la soberanía a instancias que generan exclusiones partidistas es dispararse en el propio pie: se vacía el espacio soberano, el Parlament, de su función política. Es una enorme y preocupante paradoja que se estén aplicando lógicas de usurpación de la soberanía que, históricamente, han sido las propias del Estado que la República Catalana combatió y pretende seguir combatiendo: en concreto, convertir el parlamentarismo en anomia política en manos del decisionismo de partidos o dirigentes. Mutar de un movimiento de soberanía popular y plural a un régimen de soberanía mítica y personalista puede echar por la borda el esfuerzo por la confluencia. Y, a su vez, puede condenar al independentismo a una etiqueta autoritaria que es contraria a su razón de ser.

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Ignasi Gozalo Salellas es profesor y ensayista