En China, autoritarismo bajo presión

Protesta. No hace ni un mes que Xi Jinping celebraba el reforzamiento triunfal de su poder al frente del partido y del país. El autoritarismo chino parecía encarar, libre de oposición y de debilidades internas, los cambios económicos y geoestratégicos que la mutación de la globalización comportará también para China. Pero solo tres semanas después del XX Congreso del Partido Comunista, el absolutismo de Xi está bajo presión.

Una confluencia inesperada de intereses y agravios ha esparcido la protesta por todo el país. Entre la rabia de algunas manifestaciones y las concentraciones con velas, flores y hojas de papel en blanco, miles de chinos se han rebelado contra las autoridades en lo que podría ser la protesta más importante que ha vivido China desde Tiananmén en 1989. 

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Es la suma del malestar por tres años de confinamientos forzosos inacabables contra el covid-19, de la cólera por la gestión injusta de algunos gobiernos locales –que en Urumqi agravó un incendio en un edificio confinado que acabó con 10 muertos–, y de las protestas laborales, como la que ha estallado en la fábrica de iPhones de Zhengzhou. 

Quizás por separado podrían ser solo episodios de contestación local, que periódicamente emergen en un país tan enorme, pero todo junto parece tejer un hilo conductor que lleva hacia el malestar social e identitario de una clase media, que es quien más nota el cambio de vida impuesto por el cierre de fronteras y por el retardo económico, agravado por el cierre de los principales puertos del país. Por eso, la protesta se esparce también en las universidades. Las generaciones más jóvenes claman para recuperar el derecho a la movilidad y no pueden esconder su preocupación por un paro creciente y unas condiciones laborales degradantes. A través de las redes sociales chinas, los usuarios de internet han llegado a contar hasta 70 protestas diferentes en universidades de todo el país, desde Pekín hasta Lanzhou o Chengdu. 

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Control. No se puede confinar eternamente a una población que está harta del celo burocrático, y a veces de la irracionalidad, con la que se pretende aislar a China del resto del planeta, y que ha decidido convivir con la enfermedad para poder recuperar una cierta normalidad. El absurdo llega incluso al extremo de censurar, en la televisión oficial, las imágenes del Mundial de Catar para que no se vean los campos de fútbol llenos de gente sin mascarilla. Mientras tanto, los principales medios de comunicación estatales intentan ningunear las protestas e insistir en el mensaje de que las autoridades "no vacilarán" en su determinación de mantener la política de covid cero. 

La ONU ya ha advertido a las autoridades chinas contra las detenciones arbitrarias de los manifestantes. En la memoria reciente está la dureza con la que el poder chino aplastó el movimiento pro democracia de Hong Kong en 2019. Ante las demandas pacíficas de millones de manifestantes, Xi no dudó en aprobar una ley de seguridad que llevó a la detención de decenas de activistas, periodistas y reconocidas figuras públicas.

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La economista Alícia García Herrero advertía hace poco: “China se ha cerrado al mundo. No solo sus fronteras –decía–, sino también su mente se está cerrando”. Pero en la era de internet, los muros –ya sean mentales, informativos o en forma de vallas para el control sanitario de la población– son porosos. De momento, los vídeos del descontento se esparcen más rápidamente que el poder de censura de las autoridades chinas.