Churchill y Dylan (contra Trump)
LondresLondres ya tiene las luces de Navidad parpadeando. Tradición y comercio. A la hora del crepúsculo, con Benet pasamos veloces en bicicleta eléctrica por delante del Big Ben, teñido de una brumosa coloración anaranjada, como de postal kitsch. La gente sale del trabajo, hay mucho movimiento y excitación. Es un atardecer otoñal abigarrado, todo el mundo circula apresurado.
Vamos hacia las War Rooms de Churchill, este mes que se celebra el 150 aniversario de su nacimiento: en concreto el día 30, San Andrés. El indomable Churchill vino al mundo en 1874 en la mansión de Blenheim Palace. Y murió en 1965. Las War Rooms han estado prácticamente intactas desde la victoria contra Hitler en 1945: son un laberinto subterráneo de pasillos, sales de reunión y aposentos desde donde el gobierno inglés dirigió la lucha durante la Segunda Guerra Mundial. Se construyeron bajo el ministerio de Obras Públicas, cerca de Downing Street. Era un sitio claustrofóbico pero seguro, secreto. No cayó ninguna bomba alemana. Churchill y su estrecho círculo pasaron allí muchos días y noches en un ambiente de austeridad nerviosa. La visita es apasionante, de gran poder de sugestión. Cuesta poco de transportarse en el tiempo. Somos los últimos en entrar y hacemos todo el recorrido casi solos.
Churchill es un mito para los ingleses. Una bestia política. Una fuerza de la naturaleza. Con criterio propio. Toda la vida bebió (whisky, champagne, cerveza...) y fumó (habanos) sin límite razonable. Pensaba que moriría joven como su padre y quería gozar intensamente. Nada le detenía. Hasta poco antes de su muerte a los 90 años, todavía era diputado. ¿El secreto de su longevidad? "¡No sport!", decía con una media sonrisa burlona. También tuvo tiempo para escribir: sus memorias le valieron nada menos que el Nobel de literatura (1953). Su biografía pública, tan extensa, tiene manchas negras: en la India lo saben bien. Fue, para bien y para mal, un líder fuerte, un europeo del "mundo de ayer", como diría Zweig con nostalgia, un hombre temperamental que supo, sin embargo, como liberal conservador, hacer frente a la barbarie nazi. Se sabía nacido para mandar, adoraba el poder. I a fe que lo ejerció.
Al salir de las War Rooms, vamos al fastuoso Royal Albert Hall, donde esta noche actúa el abuelo Bob Dylan, otro personaje singular que a sus 83 años mantiene una envidiable vitalidad. También él es una fuerza de la naturaleza. Y también ha sido premio Nobel (2016). Son los dos únicos laureados no propiamente escritores o intelectuales. A la entrada, nos sellan los móviles. Pasaremos tres horas desconectados, lo que inevitablemente nos conectará mejor con Dylan, su voz ronca, su armónica libre, su ritmo pausado. Sin móvil se puede saborear mejor la vida. No sé imaginar a Churchill con móvil.
Con una copa de champán, desde un palco de este histórico coliseo cubierto con capacidad para 9.000 personas, brindo por los mitos de ese día londinense, el político y el músico. A la espera de que salga Dylan en el escenario, bebemos a un ritmo churchilliano. Una noche es una noche. Los ojos nos chispean, el concierto será fantástico. El de Minnesota se pone a tocar sin saludar al público, mantiene el pulso durante una hora y media, con el piano como muleta, y se va también sin despedirse. Todo se le perdona. Gracias por esta noche, Gala y Benet. Termino con una última idea: si Churchill es el europeo que representa el orden heroico y clasista, Dylan es el estadounidense que abrió puertas al desorden igualitario. Ambos comprometidos con la libertad y la cultura, hombres de ideas y acción. Cuando el político británico murió, Dylan acababa de publicar Los tiempos están cambiando. Lo que ni uno ni otro podían saber es que seguirían cambiando hasta devolvernos al huevo de la serpiente antidemocrático en nombre de una libertad fake. Trump es el anti-Churchill y el anti-Dylan: rompe con el orden del primero y se aprovecha del desorden del segundo. Trump ni escribe ni lee. Churchill vería en él a un nuevo enemigo corrosivo a batir, y lo ganaría. Dylan sigue cantando antes de que su mundo no se hunda del todo.