Trump y el 'kitsch' del progresismo

En la novela La insostenible ligereza del ser, Milan Kundera hizo una definición del concepto de kitsch que se ha convertido en célebre. Para resumirlo mucho, el kitsch es la forma en que se manifiesta la moral hegemónica. En el caso de los personajes de Kundera, sufren el kitsch en la moral de la Checoslovaquia comunista (pero hay un personaje que también lo percibe cuando conoce a un político norteamericano acríticamente satisfecho de la apariencia de su modo de vida) explica Kundera que una sociedad que tiene varias corrientes de pensamiento nos permite. encontrar salidas al kitschSin embargo, cuando sólo hay una manera de pensar, la vida puede resultar asfixiante: el kitsch se convierte en totalitario y afecta a los ámbitos públicos (trabajo, política) y privados (amistad, amor, familia).

No se trata de una cuestión sólo literaria o sólo estética, sino que es una manifestación de lo moral o político. Cualquier corriente política más o menos institucional tiene una tendencia al kitsch: los esteticismos nazi, fascista, comunista o capitalista (americano, sobre todo) no escapan. Pero también otros movimientos políticos más particulares o menos articulados como la izquierda política de los últimos años. También podríamos hablar del kitsch (fracasado) del Proceso, pero el tema de este artículo es el estupor del progresismo occidental ante la victoria de Donald Trump en las elecciones americanas. Y también la forma en que la estética, que es la reflexión sobre cómo se manifiestan las ideas, nos permite pensarlas.

Hemos visto reacciones de todo tipo: desde llantos inconsolables hasta ceremonias insoportablemente cursis, como el discurso de Kamala Harris según el cual los demócratas serían estrellas rutilantes en la oscuridad del trumpismo. No quiero hacer una defensa de Trump, no me corresponde ni, de hecho, tengo ningún interés: en definitiva, que yo recuerde, ha ganado las encuestas de un país en el que no vivo, así que sus políticas domésticas me escandalizan bastante menos que las de Francia o, incluso, las de Catalunya –aunque su influencia en política internacional es incuestionable–. Por el contrario, me interesa la reacción del mundo progresista. Algunos sedan cuenta que viven en un país "peor" de lo que pensaban. La semana pasada un articulista del New Yorker decía: "Creíamos que habíamos roto con la historia, pero parece que la historia, de hecho, ha roto algo en nosotros".

La forma en que el kitsch ha operado en el mundo progresista ha derivado en el estado de cosas actual. Es cierto que existen otros factores determinantes, como el hecho de que la comunicación por redes sociales ha favorecido las miradas parciales y sesgadas sobre muchos fenómenos diversos, y nos ha empobrecido la capacidad reflexiva (un fenómeno en el que Musk y otros han tenido una influencia decisiva, aunque no exclusiva). Pero también es verdad que ha habido un convencimiento en la bondad intrínseca de muchos planteamientos políticos y morales. Cuestiones tan nobles como la libertad sexual y de género, así como la oposición al nacionalismo (con unas contradicciones en el caso español que tampoco vamos a discutir aquí), se han convertido no sólo en centrales en el discurso político, sino que han pasado a ser kitsch. Esto lo vemos, por ejemplo, en expresiones que migran entre el eslogan y la oración, como "hay que poner los cuidados en el centro" o "es necesario que el miedo cambie de bando", que se sueltan como un "Dios me' n guard". Lo mismo ocurre con otras formas de hablar que tienen un origen moral muy noble, como las consignas antifascistas, pero que son tan supuestamente virtuosas como realmente inefectivas.

El kitsch ha operado de tal modo que la satisfacción no es tanto actuar de acuerdo con las propias creencias morales como que exista una dimensión estética, es decir, práctica, colectiva y, sobre todo, aparente, de estas creencias. La naturalización, junto a esta dimensión estética, ha hecho que la discrepancia sea antinatural y fea. El matiz o, directamente, el desacuerdo son vistos como una vulgaridad propia de individuos chapuceros o agentes con propósitos más o menos oscuros. Si no te das cuenta de que el punto de vista moral no es naturalmente aunque puede haber otras visiones del mundo, puede que anule la conversación durante un rato, pero no las convicciones de que no has dejado salir a la luz. Por mucho que quiera obviarse, las fuerzas reprimidas suelen salir con más violencia que las que se han podido liberar a través del reconocimiento.

Éste es el caso de JD Vance y de lo que representa, como se puede ver en Una familia americana, las memorias que publicó en el 2016 (!), cuando todavía era declaradamente anti-Trump. Hace una descripción parcial e interesada –aunque no halagada– de un sector de la sociedad americana, los hillbillies, de los que él y su familia forman parte. Son la clase trabajadora del Medio Oeste americano, empobrecida en las últimas décadas por la política económica de la globalización, alejada tradicionalmente de las universidades y los centros de poder, con una religiosidad desigual, pero con unos vínculos familiares muy fuertes. Son un ejemplo del matiz no aceptado por el mundo progresista, no pueden practicar el suyo. kitsch porque, simplemente, las propias circunstancias no les permiten el ejercicio autoconsciente –por una falta de educación–, o porque tienen otras creencias, religiosas o morales, lo suficientemente fuertes como para mantenerse atados.

Que aquellos hillbillies tradicional y profundamente demócratas, como Vance, se hayan decantado por Trump y lo hayan hecho presidente (porque en buena parte ha sido cosa suya) no me parece una revolución fascista ni el advenimiento de las fuerzas del mal. Me parece que el mundo progresista haría bien en recordar que, si la posmodernidad es una conversación, puede haber alguien que esté en desacuerdo con ellos.

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