

Decía Aristóteles que la motivación del tirano es gozar, sin noción de los límites y desde la presunción de que todo es posible, de que todo le está permitido. La tiranía conduce al menosprecio del otro y especialmente de las élites que no se pliegan a sus designios. Siempre con la voluntad de generar cierto hechizo en las masas –hoy las llamamos clases populares–. Los desvergonzados ejercicios de exhibición permanente del tirano son consecuencia de esta necesidad de dominar la escena burlándose del conocimiento, del saber y de la convivencia libre, presentándose como redentor de una sociedad desguarnecida. Por eso creo que ahora mismo la figura que más define a Donald Trump es esa: el tirano, que confirma una idea de Wystan Hugh Auden: "El bien puede imaginar el mal, pero el mal no puede imaginar el bien". El tirano lo desconoce, lo ignora. Y "el caos ya no es el arma del insurgente, sino la escena del poder", como dice Giuliano Da Empoli, autor de El mago del Kremlin. La declaración sobre los noventa días de tregua arancelaria, que se recordará como la del "beso en el culo", da definitivamente la medida de un personaje que plantea dudas sobre los límites de la democracia americana.
Para Platón, el tirano es el más desgraciado de los hombres porque "nadie es más impotente que aquel que no se sabe dominar a sí mismo". Pasan los siglos y las miserias de la experiencia humana permanecen. Debe de ser muy pequeño el ego de un personaje como Trump que necesita la sobreactuación permanente para existir. Y una vez más deberíamos sentirnos interpelados por el hecho de que estas experiencias sean posibles en un sistema y una sociedad de tradición democrática. Y en este contexto resuena una advertencia de Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1835): "Lo que más me repugna de América no es la extrema libertad que reina, es las pocas garantías que se encuentran contra la tiranía". Por estas fisuras que detectó el vizconde francés se debe de haber colado Trump dos siglos más tarde.
Europa sigue con la boca pequeña el espectáculo Trump, con apelaciones a la moderación que suenan más a impotencia que a convicción, en un momento en el que el autoritarismo domina el escenario. Trump ha caído en la trampa del autócrata Putin, que ha culminado el paso del totalitarismo soviético al neocapitalismo salvaje y juega con el presidente americano ofreciéndole caramelos que nunca le acaba de dar. Y China, saliendo de la oscuridad, se consolida como potencia alternativa –económica y tecnológica– consiguiendo que Trump la canonice con su peculiar ejercicio de fuegos artificiales que debía llevarlo a dominar el momento y, de momento, le ha llevado el ruido a casa. Cada día se retrata con un episodio más de la indecente exhibición permanente de la insolencia, que ya está empezando a incomodar incluso a quienes lo hicieron despegar.