

Lo mejor de todo este revuelo con los aranceles es que se oiga a menudo la palabra, que como palabra me parece especialmente bonita, sin que pueda argumentarlo demasiado más allá de su sonoridad. Aunque si no dejan de utilizarla acabará por aburrirnos, aunque ya sé que el problema menor de los aranceles es que nos aburra la palabra. Pero lo digo para destensar un poco, que qué nervios, si ahora sube la bolsa y ahora baja, que si tenemos que comprar stock de iPhones antes que se dispare el precio, que si los que han entrado en vigor ahora ya no lo están, que si vuelven los expertos a las radios para decir banalidades. Todo esto es casi más agotador que decidir si ir al gimnasio o no. Pero hablo de los aranceles como palabra porque suena mejor que cualquiera de las otras palabras o palabrotas que salen de la boca de Donald Trump, ese narcisista de manual que, junto a otros narcisistas, se han puesto a gobernar el mundo y a perder cualquier forma. Aunque, bien mirado, no puede perderse lo que no has tenido.
El problema, como siempre, es que vamos a remolque de presidentes que se amenazan con otros países como si viviéramos en una película de gángsters y que hablan como aquellos hombres apoyados en la barra del bar y las piernas abiertas sobre el taburete. "Os lo digo, estos países nos están llamando para lamerme el culo. Se mueren por llegar a un pacto. Por favor, por favor, hagamos un pacto, haré lo que sea", se burlaba esta semana el presidente de Estados Unidos ante sus devotos republicanos. Eso sí, vestido con esmoquin para evidenciar eso de que el hábito no hace al monje, y que la elegancia puede caminar desnuda cuando se tiene. No hay que ser especialmente aprensiva para imaginarse el asco que da lamer el culo de Trump, literalmente y en sentido figurado, pero como hay filias de todos los colores, pensemos solo en que uno de los hombres más poderosos del mundo haya llevado las relaciones exteriores al nivel de abusón, con esa prepotencia de los que hacen bullying por una evidente falta de amor. Habría que recordarle, para bajarle los humos, aunque sea un cometido inútil, que no es muy meritorio que un hombre blanco heterosexual sea rico y poderoso, porque parece haber conseguido quién sabe qué cuando en realidad salía con muchos carriles de ventaja. El supremacismo del hombre blanco se resiste a desaparecer y, viendo que está tocado de muerte, quiere morir matando. Un clásico del involucionismo que debemos comernos el resto mientras procuramos evolucionar.
Pero que las formas sean tan chapuceras no quiere decir que la inteligencia sea limitada, aunque con los aranceles no quede claro si hay una estrategia, al igual que con tanta testosterona sobre la mesa es imposible afirmar que haya un cerebro que piensa. Lo que está claro es que hay ganas de guerra, sea cual sea, y que no se descarta ninguna, ni la nuclear, ni la comercial ni la civil ni la religiosa. Y es desesperante ver cómo el ser humano ha logrado alargar su vida a la vez que es capaz de mantener unos valores tan lamentables que tienen como objetivo, si es necesario, acabar con millones de vidas. Es profundamente desagradable ver cómo un hombre que se deleita con las súplicas de los demás, se burla de ello y se siente superior, no activa ningún mecanismo democrático que lo haga saltar. Es profundamente deprimente ver que no hay límites en ninguna parte y que las reglas del juego son tan perversas que nos hacen olvidar, encima, que países que están mucho peor siguen aún más olvidados. El culo de Trump es el individualismo global. Y huele mal.